
Yo vivía sola en un pueblito pobre del sur de México, sin esposo, sin hijos y sin familia cercana. Toda mi vida trabajé la tierra, ahorrando cada peso para sobrevivir.
Capítulo IV: El sacrificio mayor
Cuando Ernesto terminó la secundaria, pasó el examen para la universidad en la ciudad. Fue el día más feliz de mi vida. Reuní hasta el último peso que tenía y, sin otra opción, hipotecé mi pequeña casa para conseguir más dinero del banco. La empleada me miró con lástima, pero yo le dije que confiaba en mi muchacho.
La noche antes de que se fuera, Ernesto bajó la cabeza y me dijo en voz baja:
—Voy a esforzarme, tía. Espéreme a que vuelva.
Preparé su ropa, le di una bolsa de pan dulce y le puse una medalla de la Virgen en el cuello. Le di un abrazo largo, como para que nunca se olvidara de mí.
Pero nunca volvió.
Capítulo V: La espera y la ausencia
Pasaron cuatro años… luego cinco… y nada. Ni una llamada, ni una carta. Pregunté a sus compañeros, incluso en la universidad, y era como si nunca hubiera existido. El número de teléfono estaba cancelado y su dirección ya no estaba registrada. Yo seguí mi vida, doblada por el cansancio, vendiendo verduras en el mercado y recogiendo botellas por la noche para pagar poco a poco la deuda.
Cada cumpleaños, cada Navidad, ponía un plato extra en la mesa, esperando que algún día regresara. La gente del pueblo me miraba con pena, pero yo no perdí la esperanza. Soñaba con verlo entrar por la puerta, convertido en un hombre de bien.
Los años pasaron. La espalda se me encorvó, la vista se me nubló, y las manos se me hicieron más lentas. La deuda seguía creciendo, y el banco cada vez me apuraba más.
Capítulo VI: El último pago
Trece años después de aquel primer préstamo para criarlo, regresé al banco, con las manos temblorosas, la espalda encorvada y la vista ya nublada. Llevaba todos mis papeles y le dije a la cajera:
—Señorita, vengo a liquidar mi deuda. Quiero pagar lo que falte, hasta el último centavo.
Ella tecleó en la computadora, me miró fijamente y frunció el ceño.
—Espéreme un momento… esta cuenta ya está pagada… ¿desde hace dos años?
Me quedé helada.
—¿Cómo dice? ¿Quién… quién la pagó?
La cajera revisó de nuevo la pantalla, y luego leyó en voz baja:
—La nota en el registro de pago decía: “Por todo lo que hizo por mí. Con gratitud eterna. Ernesto.”
Sentí que el corazón me brincaba en el pecho. Las lágrimas me nublaron la vista. No podía creerlo. Después de tantos años de ausencia, de silencio, de dudas, Ernesto había regresado a mí de la única forma que sabía: saldando la deuda que yo había contraído por él.