Capítulo VII: El reencuentro
Salí del banco con el alma revuelta. Caminé por las calles del pueblo, recordando cada momento junto a Ernesto: sus primeros pasos, sus enfermedades, sus silencios, sus promesas. Me senté en la banca de la plaza y lloré como nunca antes. La gente pasó a mi lado, algunos se detuvieron, otros siguieron de largo.
Esa noche, al regresar a mi casa, encontré una carta bajo la puerta. Era un sobre sencillo, sin remitente. Lo abrí con manos temblorosas.
“Tía Dolores:
Sé que no fui el hijo que usted merecía. La vida me llevó lejos, y mis miedos me hicieron guardar silencio. Pero nunca olvidé sus sacrificios, ni sus palabras, ni sus abrazos. Todo lo que tengo, lo tengo gracias a usted. Saldé la deuda, pero nunca podré saldar el amor que me dio.
Si alguna vez puedo volver, lo haré. Si no, sepa que siempre la llevo conmigo.
Con gratitud eterna,
Ernesto.”
Me quedé leyendo la carta una y otra vez. Sentí que el peso de los años se aligeraba. No importaba si volvía o no. Lo importante era saber que mi amor había dejado huella.
Capítulo VIII: La vida sigue
Después de aquel día, mi vida siguió igual, pero con el corazón más ligero. Seguí trabajando la tierra, vendiendo verduras, recogiendo botellas. La gente del pueblo me miraba diferente, con respeto y admiración.
A veces, los niños se acercaban y me pedían consejos. Les contaba la historia de Ernesto, de cómo el amor puede cambiar vidas, aunque no siempre sea fácil ni perfecto.
Aprendí que criar a un hijo no es cuestión de sangre, sino de corazón. Que los sacrificios no siempre se ven recompensados como uno quisiera, pero siempre dejan huella.
La casa siguió siendo humilde, pero ahora era más cálida. El plato extra en la mesa ya no era una espera, sino un recuerdo.
Epílogo: La deuda del corazón
Muchos años después, cuando la espalda ya no me permitía trabajar la tierra, me senté bajo el árbol de la plaza y observé a los niños jugar. Pensé en Ernesto, en su carta, en la deuda saldada.
Entendí que el amor es la única deuda que nunca se termina de pagar, pero también la única que vale la pena contraer.
Y así, entre recuerdos y silencios, viví mis últimos años, agradecida por el milagro de aquella noche de lluvia y por el hijo que la vida me regaló.