Ya no sentía ningún dolor, nada, excepto en el alma… Alexandra no entendía dónde estaba ni qué le había pasado realmente.

Pero el animal no se movió. Se quedó allí, mirándola desde abajo, aferrándose a cada segundo. El olor a pelo mojado, sucio y pulgas le provocó un profundo asco.

— ¡Apártate, asquerosa! —chilló, y la pateó. La perrita salió volando, y Alexandra, sintiendo un dolor agudo en el costado, se encerró en el coche y partió sin volver a pensar en el animal.

Con una toallita desinfectante se limpió las manos en el volante. Bleah. Justo lo que le faltaba: contagiarse alguna infección. Primero el pájaro, luego el perro… solo molestias.

La carretera estaba llena de coches. La gente iba y venía apresurada. Alexandra se relajó un poco y aceleró. Pero no logró calmarse del todo.

En medio del carril, se movía un gatito blanco como la nieve. Pequeño, polvoriento, asustado. Alexandra lo vio claramente: sus ojos suplicaban. En esos ojos había miedo, esperanza, súplica.

 

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