«Me lo estoy imaginando… no puede ser…», pensó. Pero en el retrovisor vio al gatito sentarse y juntar las patas delanteras —como si rezara.
— Pobre criatura… ¿qué hace aquí?
Algo dentro de ella se agitó. Sintió el impulso de detenerse, de al menos recogerlo para sacarlo de la carretera. Pero… no había tiempo.
Miró el reloj: habían pasado 58 minutos desde que salió de casa. No podía detenerse por un gatito. Ni siquiera tenía tiempo para su propia vida. Y sin embargo, miró una última vez…
El gatito corría tras el coche. Pequeño, frágil, desesperado por alcanzarla.
— ¡Basta! —pensó Alexandra, y volvió a concentrarse en la carretera. Tenía cosas que hacer. No era su responsabilidad. Que otros se encargaran de los animales. No ella.
Dos minutos después, el coche derrapó. El chirrido de los neumáticos, la pérdida de control… y luego, una niebla densa, viscosa, gris. Y dentro de ella resonó de nuevo aquella voz, ahora ronca y burlona:
— ¿Por qué ustedes, los humanos, siempre me culpan? Sin embargo, te di una oportunidad. Tres, para ser exactos. Todas frente a ti.
Solo debiste detenerte. Solo ayudar. El pájaro, el perro, el gatito… Eras tú misma. Eran fragmentos de tu alma que gritaban: «¡Detente!»
La voz se apagó por un momento. Ahora sonaba más baja, casi dolorida:
— ¿Sabes cuán raro es que alguien aproveche estas oportunidades? En siglos, muy pocos. Pero cuando sucede, me alegro. Porque les devuelvo la cuarta parte. Entera. Y el destino de esas personas… nunca volverá a ser el mismo…
Alexandra quiso decir algo, responder, pero de la niebla surgieron unas patas negras, peludas, con garras, que se extendieron hacia ella…
P.D. La próxima vez que pases junto a alguien que necesite ayuda —sea una persona o un animal, no importa— detente. Tal vez sea tu alma gritándote: «¡Detente!» Porque ella… ya sabe qué pasará.