—Me apetecía —dijo encogiéndose de hombros.
Entré al baño, me quité la ropa mojada y me puse una bata. Me miré al espejo: tenía la cara cansada, pero la mirada clara.
Una mujer de cincuenta y dos años. Ni modelo, ni hecha un desastre. Simplemente una persona que había vivido su vida.
«Engordando». Pues qué se le va a hacer. Viví, amé, crié a un hijo.
Mi cuerpo no es culpa mía. Es mi camino.
Volví a la cocina. Me miraron fijamente.
—¿Quieres un poco de té? —preguntó mi marido.
—No, gracias.
—Estás actuando raro —intervino mi hermana.
—Solo estoy cansada —respondí con calma y entré en el dormitorio.
Tres días de silencio
Los tres días siguientes transcurrieron como un sueño.
Hice todo como siempre: cociné, limpié, respondí con monosílabos.
Pero por dentro, había un vacío absoluto. Vova seguía preguntando: