No lo humillé.
Solo le dije:
“Solo quiero la mitad. Para poner el altar de tu madre, y tener un lugar donde pasar mi vejez. La otra mitad es para ustedes.”
Parecía fulminado por un rayo.
Sus ojos enrojecieron, su esposa guardó silencio.
Tal vez entonces comprendieron que ser padre no es debilidad.
Al volver, arreglé la primera planta—simple pero acogedora.
Puse un altar para mi difunta esposa.
Y le dije a mi hijo:
“Hijo, no olvides tus raíces. El dinero se puede perder fácilmente. Pero cuando pierdes la bondad, no hay forma de recuperarla.”
El aire en la casa cambió.
Había silencio, pero también respeto.
A veces, mi nuera me trae un plato de arroz con amabilidad.
Y yo, tranquilo, sin rencor.
No para vengarme, sino para corregir.
La historia se extendió por todo el barrio.
Algunos decían que fui demasiado duro, pero más personas me elogiaron:
“Está bien. Si eres demasiado bueno, te pisan.”