Solo sonreí.
Porque para mí, la verdadera victoria no fue el dinero ni la casa, sino la dignidad de un padre.
Una noche, mientras la casa estaba en silencio, mi hijo entró con una taza de té caliente.
“Papá… perdóneme.”
Lo miré. Ya no era el joven arrogante de antes. Había arrepentimiento en sus ojos.
“Hijo,” le dije, “no me duele que me echaras. Me duele que hayas despreciado el amor de tus padres.”
Al oír la palabra “madre,” rompió a llorar.
“Papá, me equivoqué. Pensé que sería feliz con una casa grande. Pero no vale nada si ustedes no están.”
Suspiré.
“Hijo, ¿para qué sirve una casa lujosa si está vacía por dentro?
Durante meses viví alquilado, sin hambre, pero con frío en el alma. ¿Cómo pudiste olvidarlo?”
Se arrodilló, temblando.
“Papá, denme otra oportunidad. Cambiaré.”
Le puse la mano en el hombro.
“No necesito promesas. Solo recuerda: el dinero se puede ganar, pero el amor entre padres e hijos, cuando se pierde, ya no se recupera.”
El aire frío entró por la ventana, trayendo el aroma del jazmín.
Vi en sus ojos el verdadero arrepentimiento.
Bebimos café en silencio. No hacían falta más palabras.
No sé si realmente cambiará, pero estoy seguro de una cosa:
Llevará esta lección por el resto de su vida—
Que incluso un anciano tiene dignidad, inteligencia y un corazón capaz de enseñar.
Y tal vez, solo tal vez, este sea el comienzo de su cambio—si elige volver al verdadero camino del respeto y del amor.