Poco a poco ejecuté mi plan:
Pregunté en el banco cuánto debían, averigüé el proceso de ejecución hipotecaria y el abogado envió una carta formal confirmando que yo seguía teniendo derecho a la mitad de la casa.
La noticia cayó como una bomba.
Mi nuera vino furiosa:
“¡Papá, quiere echarnos de la casa!?”
Solo sonreí.
“Ustedes empezaron. Yo solo pido justicia.”
De pronto, se quedaron sin palabras.
El “viejo sin fuerzas” ya no parecía tan débil.
Pero eso no fue todo.
Tres meses después, comenzó la primera audiencia.
Mi hijo, pálido, estaba frente al juez.
Dijo:
“Eso fue un regalo de mi padre. Ya no tiene derechos.”
Pero mi abogado sacó los documentos notariales y las grabaciones de sus promesas.
La sala quedó en silencio.
El juez dictó:
“La mitad de la propiedad sigue perteneciendo al demandante.”
Y nos aconsejó llegar a un acuerdo para evitar un proceso largo.
Mi hijo me miró—ya no con soberbia, sino con arrepentimiento.