“Papá, no se preocupe. Cuando la casa esté terminada, usted vivirá en la primera planta—amplia, fresca y con un altar bonito para los abuelos.”
Hasta hoy, esas palabras de mi hijo mayor siguen resonando en mi cabeza.
Aquel día, mientras sostenía el documento de la venta del último pedazo de tierra que trabajé toda mi vida, contuve las lágrimas y firmé.
Les entregué a la pareja los tres millones de pesos. Me dije a mí mismo:
“Está bien, tengo hijos y nietos. Mientras tenga un lugar donde vivir en mi vejez, es suficiente.”
La casa se terminó—hermosa, de tres pisos, parecía un palacio. Todos los vecinos admiraban.
“Qué suerte tiene, don Andrés. Tiene un hijo tan cariñoso.”
Pero la felicidad no duró mucho. Solo dos meses después, una tarde calurosa, me llamaron.
Sus rostros estaban fríos, sin emoción.
“Papá,” dijo mi hijo, “hemos decidido tener hogares separados. Por ahora, puede quedarse en una pensión para que nos sea más fácil administrar la casa.”
