Dos años después, la Fundación Lucía Vega ya había cambiado la vida de más de diez mil niños en Europa. Con sedes en Madrid, Lisboa, Marsella, y pronto en Berlín, el proyecto crecía al mismo ritmo que la joven que le dio nombre.
Lucía ahora tenía 16 años. Alta, de cabello castaño claro y mirada firme, hablaba ante multitudes con una madurez que asombraba a políticos, empresarios y educadores. Pero en casa, seguía siendo la misma niña que dormía con su oso de peluche y abrazaba a Carmen cada mañana antes de ir al colegio.
—¿Sabes qué soñé anoche? —le dijo una mañana mientras desayunaban en el ático de Chamberí.
—¿Qué, mi amor?
—Que caminaba sola por una calle vacía, pero de repente aparecía una niña, igual que yo cuando te conocí. Me sonreía y me decía: “Gracias por no olvidarte de nosotras”.
Carmen sonrió con ternura. —Quizás fue más que un sueño. Quizás era una promesa.
Ese día, Lucía tenía una cita muy especial: una reunión con el Parlamento Europeo en Bruselas para presentar una propuesta piloto de hogares transitorios con acompañamiento psicológico y educativo. Era la ponente más joven de la historia en intervenir ante esa cámara.
Mientras se preparaba en el baño del hotel, Carmen la observó desde la puerta. Aquella niña frágil que un día pidió sobras en un restaurante era ahora una líder, una inspiración.
—¿Estás nerviosa? —preguntó Carmen.
—Mucho. Pero cuando estoy asustada, pienso en esa noche. Si superé eso, puedo con todo.
El discurso fue transmitido en directo por varios canales europeos. Lucía habló de la soledad, del frío de dormir en la calle, del miedo a no despertar. Pero también habló de segundas oportunidades, de la importancia de mirar a los ojos de un niño y decirle: “Tú importas”.
Cuando terminó, hubo silencio. Y luego, una ovación. Ministros se pusieron de pie. Algunos lloraban.
Aquel mismo mes, la Unión Europea aprobó un presupuesto histórico de 400 millones de euros para programas de protección a la infancia en situación de calle. Y todo, gracias a una niña que una vez fue invisible.
Carmen, sin embargo, había comenzado a sentirse cansada. Las largas jornadas, los viajes, las decisiones… y algo más: un dolor persistente en el abdomen que había ignorado por meses. Finalmente, Lucía la llevó al médico.
El diagnóstico fue devastador: cáncer avanzado