“No tengo una familia propia,” dijo,
“pero puedo darles un hogar.”
Nadie se opuso.
Todos la respetaban y la querían. Sabían que tenía un corazón más grande que nadie.
Y así fue como Emilio y Mateo encontraron una madre.
Desde entonces, la pequeña casa de lámina en las afueras del pueblo volvió a llenarse de risas.
Los niños comenzaron a llamarla “Mamá Lupita” con naturalidad, sin que nadie se los pidiera.
Ella los alimentaba, los ayudaba a hacer la tarea, los llevaba caminando a la escuela y guardaba cada peso de su sueldo para que no les faltara nada.
Pero la vida no fue fácil.
En una ocasión, Emilio enfermó gravemente y tuvieron que llevarlo al hospital del municipio.
Para cubrir los gastos médicos, Lupita vendió los aretes de oro que le había heredado su madre.
Otro año, Mateo reprobó el examen de ingreso a la universidad y quiso rendirse.
Esa noche, Lupita se sentó a su lado, lo abrazó y le susurró al oído:
“No necesito que seas mejor que nadie…
Solo necesito que nunca te rindas.”
Con el tiempo, Emilio estudió medicina, y Mateo siguió economía.
Ambos trabajaron duro para honrar los sacrificios de su madre.
Durante la universidad, a pesar de estar lejos, se turnaban para enviarle pequeñas cantidades de sus becas.