No dijo nada.
En la secundaria, la situación empeoró.
Sus amigas empezaron a comprar teléfonos, ropa nueva y a organizar fiestas de cumpleaños lujosas.
Lily siempre llevaba la misma camisa con los hombros desgastados y esa mochila, deshilachada en una esquina, que su madre había remendado con hilo rojo.
Después de la escuela, no salía. Recorría más de cinco kilómetros en bicicleta para ayudar a su madre a separar la basura.
A menudo trabajaban hasta la noche, con el sudor y el polvo mezclándose en la piel.
Su madre siempre repetía:
“Sigue estudiando, cariño. Algún día dejarás atrás este basurero”.
Lily simplemente asintió, ocultando las lágrimas tras una sonrisa.
En el instituto, Lily estudiaba y daba clases particulares.
Por las noches, ayudaba a su madre a apilar bolsas de reciclaje; tenía las manos raspadas y la espalda le temblaba de dolor.
Seguía siendo la mejor de la clase, pero nadie la invitaba a salir, ni a fiestas de cumpleaños, ni siquiera a hablar con ella.
A ojos de todos, seguía siendo simplemente “la hija del basurero”.
Lo único que conmovía a Lily eran las noches en que ella y su madre cenaban, sentadas las dos a la vieja mesa de madera.
Su madre, con una sonrisa desdentada, le preguntaba por sus notas, y Lily le contaba historias del instituto.
Esos eran los únicos momentos en que el mundo parecía menos cruel.