Una madre se ganaba la vida recogiendo basura; su hija fue rechazada durante doce años de escolarización, pero en su ceremonia de graduación pronunció una sola frase que hizo que toda la sala se pusiera de pie en lágrimas.

No dijo nada.

En la secundaria, la situación empeoró.

Sus amigas empezaron a comprar teléfonos, ropa nueva y a organizar fiestas de cumpleaños lujosas.

Lily siempre llevaba la misma camisa con los hombros desgastados y esa mochila, deshilachada en una esquina, que su madre había remendado con hilo rojo.

Después de la escuela, no salía. Recorría más de cinco kilómetros en bicicleta para ayudar a su madre a separar la basura.

A menudo trabajaban hasta la noche, con el sudor y el polvo mezclándose en la piel.

Su madre siempre repetía:

“Sigue estudiando, cariño. Algún día dejarás atrás este basurero”.

Lily simplemente asintió, ocultando las lágrimas tras una sonrisa.

En el instituto, Lily estudiaba y daba clases particulares.

Por las noches, ayudaba a su madre a apilar bolsas de reciclaje; tenía las manos raspadas y la espalda le temblaba de dolor.

Seguía siendo la mejor de la clase, pero nadie la invitaba a salir, ni a fiestas de cumpleaños, ni siquiera a hablar con ella.

A ojos de todos, seguía siendo simplemente “la hija del basurero”.

Lo único que conmovía a Lily eran las noches en que ella y su madre cenaban, sentadas las dos a la vieja mesa de madera.
Su madre, con una sonrisa desdentada, le preguntaba por sus notas, y Lily le contaba historias del instituto.
Esos eran los únicos momentos en que el mundo parecía menos cruel.

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