Cuando Alma recibió el nuevo encargo de limpiar la suite presidencial, pensó que se trataba de una cruel broma. Su corazón dio un vuelco. ¿La estaban probando? ¿O simplemente querían que cometiera otro error para despedirla?
Temblando, preparó su carrito de limpieza con más cuidado que nunca. Cada botella de detergente, cada paño, todo estaba alineado con precisión militar. Aún podía sentir el calor de la vergüenza de la noche anterior, el rostro inexpresivo del multimillonario, y su voz suave pero cortante: “Tienes suerte de que no sea de los que gritan”.
Esta vez, se prometió, no cometería ningún error. Iría, limpiaría en silencio y se marcharía antes de que él apareciera.
Pero cuando entró en la suite, ya había alguien esperándola.
—Llegas puntual —dijo Liam Hart, sentado junto a la ventana con una taza de café en la mano, mirando hacia la ciudad.
Alma se detuvo en seco. Todo su cuerpo se tensó.
—S-señor Hart… Yo… pensé que la habitación estaba vacía —murmuró.
—Lo estaría —dijo él sin mirarla—. Pero decidí quedarme. Para ver si volvías a dormirte en mi cama.
La sangre le abandonó el rostro.
—¡Le juro que no volverá a pasar! Solo estaba muy cansada y…
—Relájate —interrumpió él—. No te estoy acusando. De hecho, estoy… curioso. ¿Sabes cuántas personas han estado en esta habitación desde que la tengo? Cientos. Ninguna se ha atrevido a tocar ni una almohada. Pero tú te dormiste aquí como si te sintieras… segura.
Alma no sabía qué responder. Ni siquiera sabía si eso era bueno o malo.
—Lo siento, señor. Si quiere que me retiren del área, lo entenderé.
Él se levantó con calma y se acercó a ella. No con hostilidad, sino con una intensidad que le hizo contener la respiración.
—¿Cuál es tu historia, Alma?