Una familia multimillonaria la humilló en una cena, hasta que una sola llamada telefónica redujo su imperio a polvo.

El silencio que siguió fue la única respuesta.

Afuera, el aire fresco de la noche le golpeó el rostro como un soplo de libertad. Las cámaras crepitaban en la entrada; los reporteros ya entraban en tropel, al ritmo de la noticia del golpe maestro que se avecinaba.

Manhattan.

Tras ella, el caos se apoderó de ella. Se oyeron voces. Sonaron teléfonos. Los abogados gritaban en sus auriculares.

El chófer de Alicia abrió la puerta de un sedán negro. Se detuvo, echando una última mirada a las ventanas iluminadas del ático.

Recordó las palabras de Margaret: «No perteneces aquí».

La ironía, ahora, tenía un matiz casi poético.

Su asistente, sentada en el asiento delantero, se giró. «¿Empezamos a reestructurar la junta, señora?».

Alicia sonrió. «Sí. Pero no despidan a nadie. Empecemos con la formación. Tal vez la compasión se pueda aprender».

A la mañana siguiente, todos los titulares llevaban su foto: elegante, serena, firme.

«Alicia Carter se convierte en la primera mujer negra en dirigir el Grupo Carter-Whitmore».
«La caída de la dinastía más arrogante de la Quinta Avenida».

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