Antes de que la lógica interviniera, Daniel ya estaba al volante de su Audi, abriéndose paso entre el tráfico de la mañana, con bocinas sonando a su alrededor. Su mente corría: ¿Era un error? ¿Una broma cruel? ¿O alguien había usado su nombre? No lo sabía, pero una extraña atracción —parte miedo, parte curiosidad— lo impulsaba hacia el hospital.
Cuando llegó, las luces fluorescentes del Mercy General parecían más frías de lo que recordaba de sus visitas benéficas. El aire olía levemente a antiséptico y a café recalentado. Un médico alto, de ojos cansados, se le acercó en el pasillo.
“¿Señor Brooks? Soy el Dr. Patel. Su esposa dio a luz a una niña esta mañana. Hubo complicaciones: hemorragia severa. Está en estado crítico.”
La garganta de Daniel se cerró. Abrió la boca, dispuesto a corregir al doctor, a insistir en que debía haber un error. Pero entonces vio pasar una camilla a toda prisa. Sobre ella yacía una joven pálida, con tubos y cables colgando, el rostro húmedo de sudor. Era hermosa de una forma frágil y conmovedora, con el cabello castaño pegado a la frente.
Algo dentro de Daniel se quebró. No podía abandonarla, no así, no cuando estaba luchando por su vida. Se volvió hacia el médico, con la voz firme aunque el pecho le ardía.
“Ella es mi esposa,” dijo Daniel. “Desde ahora, carguen todo a mi cuenta. Yo me haré responsable.”
El Dr. Patel asintió con rapidez, sin cuestionar. Le entregaron papeles; Daniel firmó sin dudar. Mientras el hospital lo absorbía en su ritmo urgente, supo que esa única frase impulsiva acababa de reescribir toda su vida.
Daniel pasó las siguientes cuarenta y ocho horas en una nube de café, correos sin responder y monitores del hospital. La joven —identificada en la ficha como Emily Carter, de 27 años— seguía inconsciente en la UCI. Su bebé, una niña diminuta y envuelta, fue llevada a neonatología para observación.
Cada hora, Daniel hacía las mismas preguntas: ¿Está estable? ¿Ha despertado? Las respuestas rara vez cambiaban. Y sin embargo, él seguía en vela, como si su sola presencia pudiera anclarla a la vida. Los colegas llamaban, los clientes exigían explicaciones, pero él silenciaba el teléfono. La bolsa, la sala de juntas, los acuerdos… todo le parecía absurdamente lejano.
Al tercer día, la enfermera Turner se le acercó con cautela.
“Señor Brooks… apenas se ha movido de aquí. Normalmente la familia se turna.”
Daniel esbozó una sonrisa cansada. “Ella no tiene familia aquí, ¿verdad?”