Anna no podía sacudirse la sensación, así que se lo reportó al Dr. Harris.
“¿Se movió?” El Dr. Harris arqueó una ceja escéptica.
“Creo que sí,” admitió Anna. “Al principio pensé que lo imaginaba, pero sigue pasando. Sus dedos se mueven.”
“Su mano se desplaza ligeramente. Es pequeño, pero está ahí.”
El Dr. Harris se recostó en su silla, pensativo.
“Haremos pruebas,” dijo finalmente. “Pero no te hagas demasiadas ilusiones, Anna. Podrían ser solo espasmos musculares reflejos.”
Anna asintió, pero en el fondo no lo creía. Sentía que algo estaba ocurriendo. Y cuando los resultados de las pruebas llegaron, no se sorprendió.
“Hay actividad cerebral aumentada,” le dijo el Dr. Harris. “Sus respuestas neurológicas son más fuertes que antes.”
Su corazón dio un salto.
“Entonces está despertando.” El Dr. Harris dudó.
“No necesariamente. Puede significar cualquier cosa. Pero es una buena señal.”
No era la respuesta que esperaba.
Pero era suficiente.
Esa noche, mientras estaba junto a su cama, Anna se encontró hablando con Grant más de lo habitual.
“No sé si puedes oírme, pero algo me dice que sí,” murmuró. Miró su rostro, sus rasgos fuertes, aún inmóviles. Pero por primera vez, sintió que no estaba sola en la habitación.
Así que habló. Le contó sobre su día, sobre los pacientes que la frustraban, sobre el doctor grosero del tercer piso que siempre le robaba el café. Le habló sobre su infancia, sobre el pequeño pueblo donde creció, sobre cómo siempre soñó con ser enfermera.
Y mientras hablaba, no se dio cuenta de que, en lo más profundo del silencio de su coma, Grant la estaba escuchando.
El sol de la mañana se filtraba a través de las grandes ventanas de la habitación del hospital, bañando la inmóvil figura de Grant Carter con una suave luz. El pitido del monitor cardíaco llenaba el silencio, constante y rítmico, como había sido durante el último año.