Una enfermera fue asignada a un paciente en coma al que nadie le prestaba atención — hasta que de repente susurró su nombre…

Anna estaba junto a la cama, subiendo las mangas de su camisa. Este era solo otro día. Otro baño rutinario.

Otro momento hablando con alguien que tal vez nunca le respondiera.

Sumergió un paño tibio en el recipiente, lo escurró y comenzó a limpiar suavemente el pecho de Grant, sus movimientos precisos y cuidadosos.

“Sabes, Grant,” murmuró, sonriendo levemente, “estaba pensando en conseguir un perro.”

“Necesito a alguien que me escuche y que no se quede ahí todo el día ignorándome.”

Silencio.

“Está bien, grosero, solo estaba haciendo conversación.”

Extendió la mano para tomar su brazo, pasando el paño por su piel, sus dedos rozando su muñeca. Y entonces, sus dedos apretaron alrededor de su muñeca.

Anna se congeló. Un aliento agudo se atascó en su garganta mientras miraba su mano. La presión no era fuerte, débil, vacilante, pero estaba allí.

“Oh, Dios mío.” Su corazón latía violentamente, su pulso resonaba en sus oídos. Quería creer que era solo otro reflejo.

Solo otro espasmo sin sentido. Pero no lo era. Porque entonces, los ojos de Grant se abrieron de golpe.

Por un momento, Anna no pudo moverse, no podía respirar, no podía pensar. Había pasado meses mirando esos párpados cerrados, buscando alguna señal de movimiento, algún destello de vida. Y ahora, ahora, esos profundos ojos azul marino la miraban fijamente.

Estaban confundidos, desenfocados, vulnerables, pero vivos.

Los labios secos de Grant se separaron. Su voz era ronca, apenas un susurro, pero era real.

“Compañía. La’ai?”

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