Una empleada de un albergue observa a una niña de 14 años que llega cada noche con su padrastro, y lo que ve a través de la ventana la horroriza.

Pero más tarde, mientras sacudía una alfombra en el pasillo, notó que la ventana del baño de la 207 estaba entreabierta. Al mirar dentro, vio una escena que no podía olvidar.

La chica estaba sentada en el borde de la cama, llorando en silencio, con un moretón oscuro en el brazo. Rubén le agarró la muñeca, hablándole cerca de la cara en un tono amenazante y controlador. El terror de la chica era inconfundible.

El corazón de Mariela se aceleró. Sabía que algo andaba terriblemente mal. Esa noche, decidió actuar.

La decisión que nadie más se atrevió a tomar
De vuelta en la oficina, Mariela caminaba de un lado a otro con manos temblorosas. La asaltaban las dudas: ¿y si Rubén era realmente el padre de la chica? ¿Y si malinterpretaba la situación? Sabía que la policía a veces descartaba las “sospechas sin pruebas”, pero había visto el moretón, el miedo, la impotencia.

Media hora después, volvió arriba. La habitación 207 estaba en silencio, salvo por el clic metálico de una cerradura. Esperó con el corazón latiéndole con fuerza, y luego volvió a asomarse por la ventana lateral. Rubén estaba sentado bebiendo, la chica, rígida y paralizada en un rincón. Su murmullo era amenazante, aunque no pudiera entender las palabras.

No más espera. Mariela llamó a la policía local para explicar lo que había presenciado. Prometieron enviar agentes, pero necesitaban verificar primero. No podía quedarse quieta. Deambuló por la planta, fingiendo revisar las habitaciones, buscando cualquier señal.

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