UNA EMPLEADA DE LIMPIEZA ESCUCHÓ LA CONFESIÓN DE LA NOVIA MINUTOS ANTES DE LA BODA Y…

En ese tiempo conoció la verdadera cara del abandono, la pobreza extrema y el desprecio social, pero también en silencio forjó una nueva versión de sí misma. Lucía ya no era la misma. Su cuerpo, antes delgado por necesidad, ahora mostraba una figura fuerte y saludable. Había bajado de peso, no por tristeza, sino por disciplina. Cambió su cabello, su manera de hablar, su ropa. Se había metido en cursos gratuitos de contabilidad, administración, incluso inglés. Leía libros prestados, veía videos educativos en internet.

Y cada noche, mientras su madre dormía, ella planeaba cómo iba a volver al mundo que la rechazó, pero esta vez desde dentro. A doña Teresa, aunque delicada de salud, le mentía con una sonrisa. Estoy trabajando limpiando oficinas, mamá. Nada especial, pero es honrado. Decía mientras le servía su té. Pero en realidad había logrado algo mucho más audaz. Con la ayuda de su mejor amiga de la infancia, Paola, una diseñadora gráfica que trabajaba como freelance, falsificaron una nueva identidad laboral.

Lucía ahora se hacía llamar Valentina Morales con un currículum modesto pero convincente y gracias a esa reinvención consiguió una entrevista en una de las empresas del grupo Valenzuela, una firma de inversión llamada Valencorp, dirigida nada más y nada menos que por Diego Valenzuela. Cuando pisó el edificio por primera vez, su estómago dio un vuelco. Era moderno, elegante, con paredes de cristal y arte minimalista. No se parecía en nada al mundo que ella conocía, pero no podía fallar.

Entró como auxiliar administrativa en el área de archivo, un puesto invisible, casi insignificante. Perfecto. Desde ahí podía observar sin levantar sospechas. Durante las primeras semanas, todo fue observación silenciosa. Aprendió nombres, jerarquías, hábitos. Diego casi nunca bajaba a su piso, pero cuando lo hacía, Lucía, o mejor dicho Valentina, evitaba mirarlo a los ojos. Sabía que él no la reconocería. Ella había cambiado demasiado, pero aún así el riesgo era alto. Sofía, en cambio, sí se dejaba ver. Tenía una oficina propia como consultora estratégica y caminaba por los pasillos como si fuera dueña del lugar, siempre perfecta, con ropa de marca y perfume caro.

Pero Lucía notó algo que la encendió por dentro. Un hombre aparecía con frecuencia en su oficina, alto de traje oscuro, sonrisa ladina. ¿Quién es ese?, preguntó discretamente a una compañera. Ese es el licenciado Pablo Ríos. Dice que es consultor externo, pero nadie sabe bien qué hace aquí. Lucía sintió un escalofrío. Pablo, su voz, su cara, era él, el mismo que había estado con Sofía en aquel baño dos años atrás. El mismo que habló de desaparecer a quien se interpusiera en sus planes.

No dijo nada, no reaccionó, pero esa noche en su casa no durmió. Su mente ardía de rabia contenida y sed de justicia. A la mañana siguiente comenzó a moverse. Desde su puesto empezó a recopilar copias de correos, entradas de visitantes, registros de pagos. Guardaba todo en un penrive oculto en la plantilla de su zapato. No podía confiar en nadie, excepto en Paola, quien le ayudaba a revisar la información y ordenarla desde afuera. Esto es oro puro, Lu.

Mira esto. Hay pagos duplicados, contratos firmados con empresas fantasmas y hasta transferencias a cuentas en el extranjero. Esto huele a fraude, decía Paola desde el otro lado de la pantalla. Pero Lucía no se apresuró. Sabía que aún no era suficiente. Necesitaba pruebas sólidas. Necesitaba acercarse a Diego. El destino le ayudó una tarde cuando uno de los asistentes del área ejecutiva renunció de manera repentina. Se abrió una vacante temporal para apoyo directo a la dirección general. Lucía, bajo su falso nombre, aplicó y fue aceptada sin mayores preguntas.

Nadie imaginaba que aquella mujer de voz suave y mirada inteligente era la misma que hace dos años fue echada de una iglesia entre gritos. Ahora estaba a metros de Diego. Él la miraba con curiosidad. Había algo en Valentina que lo inquietaba, no por su belleza, aunque era evidente que la chica tenía presencia, sino por su actitud. Era eficiente, reservada, siempre dispuesta a ayudar. Y sin embargo, sus ojos parecían esconder una historia que él no lograba descifrar. “¿Ya nos conocíamos antes?”, le preguntó una tarde mientras ella le entregaba unos informes.

Lucía contuvo el aire. Sonrió con naturalidad. “No lo creo, señor Valenzuela. Sería imposible olvidarlo.” Él sonrió brevemente, sin insistir, pero desde ese día empezó a observarla más de cerca. Pasaron las semanas y Diego comenzó a confiar en ella. Le pedía que organizara agendas, que revisara correos personales, incluso que preparara resúmenes financieros. Lucía, sin demostrar emoción, accedía y cumplía cada tarea con precisión quirúrgica. En uno de esos documentos encontró lo que necesitaba, una aprobación firmada por Diego para una inversión que jamás se realizó.

Algo había sido falsificado y ese algo llevaba la firma digital de Sofía. Esa noche, Lucía se sentó frente a su ventana con el pendrive en la mano. Miró al cielo y susurró, “Un poco más. Ya casi, mamá, ya casi.” Pero lo que no sabía era que alguien más comenzaba a sospechar. Carla, la asistente de confianza de Diego desde hacía años, había notado ciertos comportamientos. años en Sofía y estaba a punto de descubrir algo que cambiaría todo. Carla Santa María llevaba más de 8 años trabajando como asistente personal de Diego Valenzuela.

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