Era maliciosa.
La decisión final de un hijo
“Mamá”, dijo Mark lentamente, con voz temblorosa pero firme, “quiero que te vayas de mi casa”.
Diane parpadeó, aturdida. “No te atreverías.”
Sacó su teléfono y marcó.
“Sí, quiero reportar daños a la propiedad. Hay alguien en mi casa que se niega a irse”, dijo con calma. “Sí… soy el dueño.”
El silencio que siguió fue más frío que el invierno.
Minutos después, las luces de la policía iluminaron el patio trasero de rojo y azul. Los oficiales tomaron declaraciones. Escucharon. Observaron los escombros —el jarrón roto, los regalos esparcidos, los invitados temblorosos— y se acercaron a Diane.
Cuando las esposas hicieron clic alrededor de sus muñecas, no se resistió. Solo miró a su hijo con ojos llenos de traición, pero esta vez, no era de él. Era de ella.
Después de la Tormenta
Las semanas siguientes fueron tranquilas, casi inquietantemente tranquilas.
Mark presentó la orden de alejamiento. El tribunal exigió terapia y libertad condicional para Diane. La casa se sentía más liviana,
Pero también más vacío, como si lo hubieran exorcizado.
Por la noche, encontraba a Mark sentado en la habitación del bebé, mirando los diminutos pijamas azules que colgaban ordenadamente en fila. No lamentaba el castigo de su madre; lamentaba la ilusión de quién creía que era.