Margaret Wilson estaba sentada en silencio en el asiento del pasajero del coche de su hija, con sus manos marcadas por el tiempo cuidadosamente entrelazadas sobre un pequeño bolso de cuero en su regazo. A los 83 años, su cabello, que alguna vez fue de un castaño rojizo, se había desvanecido a un suave tono plateado, y finas líneas dibujaban el paso del tiempo en su rostro. Por la ventanilla pasaban las calles familiares de su vecindario, cada una trayendo recuerdos de los 47 años que había vivido en la misma modesta casa de dos habitaciones.
Miró de reojo a Lisa, su hija adoptiva, que mantenía los ojos fijos en la carretera. Margaret la había acogido cuando solo tenía 7 años: una niña callada, de mirada seria, que ya había experimentado demasiada tristeza.
Ahora, a los 42 años, Lisa se había convertido en una mujer serena, con una fuerza tranquila que le recordaba a Margaret al roble del jardín trasero: ese que había resistido incontables tormentas y aún permanecía en pie.
—“¿Estás cómoda, mamá? ¿Quieres que suba un poco la calefacción?” —preguntó Lisa, cruzando brevemente la mirada con Margaret.
—“Estoy bien, querida” —respondió Margaret, aunque en su mente no había rastro de tranquilidad.
A los ojos de Margaret, la pequeña maleta en el maletero contenía lo que ella consideraba lo esencial de toda una vida: álbumes de fotos, su anillo de bodas, algunos libros preciados y ropa para una semana.
El resto de sus pertenencias ya había sido revisado durante el último mes. Algunas donadas, otras regaladas a vecinos, y las más valiosas, repartidas entre la familia.
Margaret sabía que este día llegaría. Su salud había estado deteriorándose desde que sufrió una caída el invierno pasado. Las palabras del médico resonaban en su mente:
“Ya no deberías vivir sola, Margaret.”