Un día, no aguantó la curiosidad y le preguntó:
—Doña Luz, ¿pa’ qué quiere tantas tarjetas, si usted ni usa celular?
Ella sonrió con sus dientes gastados y los ojos vidriosos:
—Para llamar a mis muchachos, mijo. Para que no se olviden de su madre.
Don Ernesto sintió un escalofrío. En el pueblo todos sabían que ella ya no tenía a nadie.
Unos días después, mientras barría el frente de su tienda, Ernesto la vio sentada en la banqueta de enfrente. La viejita tenía en las manos un viejo Nokia negro, y con lentitud marcaba número tras número. Pero no hablaba.
Solo se quedaba quieta, con el teléfono pegado al oído, y al cabo de un rato lo bajaba, sonreía suavemente y murmuraba:
—Hoy sí te marqué, hijo. ¿Alcanzas a oírme?
Ernesto sintió cómo se le apretaba el pecho. Esa misma tarde le contó a don Felipe, el jefe de manzana, lo que había visto. Por precaución, decidieron avisar a la policía municipal. Temían que alguien usara su nombre para registrar cientos de líneas y hacer estafas.
Al día siguiente, dos agentes se presentaron en la humilde casa de la anciana. El portón estaba entreabierto. Dentro, las paredes de cal vieja estaban cubiertas de estampitas y un altar con flores marchitas.
Sobre una mesa de madera había montones de chips vacíos, las cajitas abiertas con cuidado, apiladas junto a un cuaderno lleno de números escritos con letra temblorosa.
Uno de los agentes preguntó con voz amable: