—¿Cómo se llama?
—Lena. Lena Foster.
La imagen de la foto volvió a su mente: la mujer sonriendo, el niño, el perro. Bella fuerte, en verano tal vez, con el sol detrás. Un instante de felicidad congelado sobre papel, ahora contrastando con la crudeza de la tormenta.
La entendió al fin.
Esa mujer no había dejado a sus perros atados a un poste para librarse de ellos. Los había dejado allí porque pensaba que esa carretera, por la que pasaban patrullas y coches, era su única oportunidad. Porque ya no podía seguir arrastrándolos en el trineo, porque el cuerpo y la fuerza se le habrían roto en algún punto entre el accidente y la nieve.
Los había dejado con una nota y una foto, confiando su familia a un desconocido.
Y Bella… Bella no estaba esperando un rescate. Estaba esperando que ella volviera.
Tres días después, la nieve seguía apilada en las calles, pero ya no caía del cielo. Un sol pálido se asomaba tímidamente entre las nubes. Daniel caminaba por el pasillo de un hospital con un ramo de flores marchitas por el frío, sintiéndose extrañamente nervioso.
En la habitación 214, el olor a desinfectante era más suave, mezclado con el aroma de alguna loción. Lena estaba recostada en la cama, pálida, con los labios resecos, vendaras en las manos y marcas de frío en la piel. Sin embargo, sus ojos, aunque cansados, estaban vivos.
Al verlo entrar, intentó incorporarse un poco.
—¿Usted es…? —su voz era apenas un susurro ronco.
—Oficial Daniel Hail —respondió con una sonrisa leve—. Soy el que los encontró… a tus perros.
Los ojos de Lena se llenaron de lágrimas de inmediato.
—¿Ellos…? —se llevó una mano temblorosa a la boca—. ¿Sobrevivieron?