—Búscalo, chico —dijo Daniel, siguiéndolo.
Rex pronto se detuvo junto al poste, justo donde estaban las marcas. Empezó a cavar con furia, lanzando nieve hacia atrás. La madre se unió, arañando la nieve con las patas delanteras, gimiendo, como si por fin alguien estuviera entendiendo su lenguaje.
Daniel se arrodilló y cavó también, sus guantes mojados y helados. Después de unos segundos, sus dedos chocaron con algo duro. Era una caja metálica pequeña, envuelta en una manta vieja empapada y rígida por el hielo. La sacó con cuidado. La tormenta seguía rugiendo, pero en ese instante pareció alejarse, como si el tiempo se hubiera detenido alrededor de ese pequeño objeto.
Abrió la caja.
Dentro, doblada con cuidado, había una fotografía y una nota arrugada, mojada en algunas partes, las letras algo corridas. Daniel sostuvo la linterna con los dientes y acercó la nota a la luz.
Si estás leyendo esto, por favor… sálvalos. No tuve elección.
Las palabras le cayeron como un peso en el pecho. Levantó la foto con manos temblorosas. En ella se veía a una mujer joven, de sonrisa amplia, abrazando a un niño de unos diez años. A su lado, con el pecho erguido y la mirada noble, estaba la misma pastor alemán que ahora tiritaba frente a él. Bella, pensó. Tenía cara de llamarse así. En la foto se veía fuerte, sana, orgullosa, con el pelaje brillante.
Daniel tragó saliva. Cualquier idea de simple crueldad se desmoronó en su mente. Esa familia amaba a ese perro. Se notaba en la forma en que el niño la rodeaba con los brazos, en la manera en que la mujer inclinaba la cabeza hacia ella.
Miró de nuevo la cuerda que ataba a la perra al poste. La cuerda era relativamente nueva, recién anudada. No llevaba semanas allí. Alguien la había dejado hacía poco. En medio de una tormenta como esa, alguien había traído a la perra y a sus cachorros hasta allí… y también había enterrado una caja con una nota pidiendo ayuda.
—¿Qué te pasó? —susurró, mirando a la perra.