Un oficial de policía encontró una perra con sus cachorros atados en la nieve — ¡Pero lo que vio después lo hizo llorar!

Tomó al cachorro que menos se movía y lo metió dentro de su chaleco, contra su pecho, intentando compartir su propio calor. Notaba el pequeño corazón latiendo muy lento, como si estuviera a punto de rendirse. Le apretó un poco, como si con sus manos pudiera obligarlo a seguir.

La perra emitió un quejido bajo, pero no miraba a Daniel. Miraba al bosque, a las sombras oscuras de los árboles más allá de la carretera. De pronto, comenzó a ladrar, no agresiva, sino desesperada, una y otra vez, mirando hacia la arboleda como si intentara llamar a alguien, o decir algo que solo ella entendía.

Daniel frunció el ceño. Giró la linterna hacia donde ella miraba, pero lo único que vio fueron ramas negras cargadas de nieve y el blanco infinito entre ellas.

—¿Qué pasa? —preguntó en voz alta, aunque sabía que no recibiría una respuesta.

Entonces lo sintió: esa punzada en el estómago, esa intuición casi dolorosa que los buenos oficiales desarrollan con los años. Algo no estaba completo en aquella escena. No era solo un abandono cruel. Había algo más escondido bajo esa nieve, bajo la tormenta, bajo el miedo en los ojos de aquella perra.

Y lo que estaba a punto de descubrir esa noche no solo cambiaría el destino de esa familia peluda, sino que también sacudiría su propia vida de una manera que nunca imaginó.

Mientras sostenía al cachorro contra su pecho, Daniel se agachó de nuevo y, por puro instinto, dejó que la linterna recorriera el suelo alrededor del poste. Ahí fue cuando vio unas marcas raras. Surcos en la nieve, como arañazos profundos, líneas que no parecían simples huellas. Se inclinó más, apartó nieve con los nudillos, y descubrió marcas en el hielo, como si alguien hubiese raspado con desesperación en un mismo lugar.

Detrás de él, desde el patrullero, se escuchó un ladrido fuerte. Era Rex, su compañero de cuatro patas, golpeando la puerta con las patas delanteras. Daniel se volvió un segundo, dudando. Luego, con un suspiro, se levantó, corrió hasta el coche y abrió la puerta trasera.

Rex, otro pastor alemán, entrenado para rastrear, saltó a la nieve sin esperar orden. Olfateó el aire, luego el poste, luego a la perra. Gruñó muy suavemente, como saludando. Después bajó la cabeza y empezó a dar vueltas alrededor del lugar, con el hocico pegado al suelo, siguiendo un olor que solo él podía desentrañar.

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