Atada a un viejo poste de madera, con una cuerda corta y cruel, estaba una pastor alemán. Su pelaje, que alguna vez debió ser brillante y fuerte, estaba ahora endurecido por el hielo. Tenía los bigotes blancos de escarcha y el cuerpo entero le temblaba de manera desesperada. Sus ojos, enormes y asustados, buscaron los de Daniel con una mezcla de miedo y súplica que le perforó el pecho.
A sus pies, medio enterrados en la nieve, había diminutas formas inmóviles.
Daniel se arrodilló de golpe, sin pensar en el frío que se colaba a través del uniforme. Apartó nieve con las manos enguantadas y descubrió pequeños cuerpos. Cachorros. Cachorritos de pastor alemán, tan frágiles que parecía que el viento pudiera llevárselos. Uno apenas se movió, otro dio un suspiro débil, otro ni siquiera reaccionó al contacto.
El aire le ardió en los pulmones. Sintió una punzada de rabia subirle por la garganta.
—Dios… —murmuró, con la voz quebrada.
La madre no gruñó. No intentó morderlo. No hizo nada de lo que habría hecho un perro asustado. Solo lo miró fijamente, con esos ojos llenos de desesperación… y de confianza. Como si supiera que, por fin, alguien había llegado.
Daniel llevó la mano al radio del hombro, sin apartar la vista de los cachorros.
—Aquí unidad 27 —dijo, la voz tensa—. Necesito rescate animal inmediato en la vieja carretera cerca de Miller’s Ridge. He encontrado una perra pastor alemán con varias crías… están con vida, pero apenas. Repito: la situación es crítica.
Un chisporroteo de estática respondió al otro lado. La central confirmó. Pero el viento sopló más fuerte, como si quisiera tragarse la señal, como si quisiera apagar cualquier esperanza. Daniel se quitó la chaqueta gruesa sin dudarlo y la envolvió alrededor del cuerpo de la perra, cubriéndole los costados, tratando de atrapar algo de calor. Sentía los dedos entumecidos, pero ignoró el dolor.
—Aguanta, chica, aguanta —susurró—. No voy a dejarte aquí.