William Hawthorne siempre se sintió como un extraño dentro del mundo que su madre había construido. Nacido entre lujos, rodeado de expectativas, se suponía que heredaría una fortuna. Pero él buscaba otra cosa: tranquilidad.
Se ofrecía como voluntario. Leía poesía. Y de vez en cuando, comía solo en restaurantes sencillos.
Así conoció a Alina.
Ella era todo lo que el mundo de los Hawthorne no era: sencilla, honesta, sin filtros. Lo hacía reír. Lo cuestionaba. Le preguntaba qué quería ser realmente.
Se enamoró perdidamente.
Lo mantuvieron en secreto. William no estaba listo para la tormenta, no de los medios, sino de su madre.
Y entonces, el accidente. Una noche lluviosa. Una pérdida demasiado repentina.
Alina no pudo despedirse.
Y jamás alcanzó a decirle que estaba embarazada.
De vuelta en el cementerio
Margaret seguía paralizada.
Su experiencia en los negocios le había enseñado a detectar mentiras. Y esa mujer no mentía.
Aceptar la verdad se sentía como traicionar no solo la imagen que tenía de su hijo, sino todo el mundo que había construido alrededor de su muerte.
Alina rompió el silencio.
—No vine por nada. Ni por dinero. Ni por drama. Solo… quería que conociera a su papá. Aunque fuera así.
Colocó un sonajero sobre la lápida. Luego se dio media vuelta y empezó a alejarse.
Margaret no dijo nada.
No pudo.
Su mundo acababa de fracturarse.
Esa noche – Mansión Hawthorne
La casa estaba más fría que nunca.
Margaret estaba sola en la sala principal, sentada en un sillón de terciopelo, con un vaso de whisky intacto. La chimenea encendida no calentaba nada.
Sobre la mesa tenía dos cosas:
El sonajero.
Y una fotografía.