—¿Cómo lo conociste? —soltó Margaret, alzando la voz—. ¿Trabajabas en alguna de nuestras propiedades? ¿Fuiste una becaria?
Los ojos de Alina se llenaron de lágrimas, pero su voz se mantuvo firme:
—Fui más que eso. —Miró al bebé—. Este es su hijo.
Silencio.
Margaret la miró fijamente. Luego al bebé. Luego, otra vez a él.
—Estás mintiendo.
—No lo hago —dijo Alina en voz baja—. Lo conocí en el Harbor Café. Yo trabajaba en el turno nocturno. Él llegó una noche después de una junta. Hablamos. Volvió la siguiente semana. Y la siguiente…
Margaret dio un paso atrás, como si le hubieran dado una bofetada.
—Eso no es posible. William jamás…
—¿Jamás se enamoraría de alguien como yo? —dijo Alina, con la voz quebrada pero firme—. Sé cómo suena.
—No —respondió Margaret, cortante—. Jamás me ocultaría algo así.
—Trató de decírtelo. Tenía miedo… miedo de que no lo aceptaras.
Las lágrimas seguían bajando por las mejillas de Alina, pero no se apartó. El bebé se movió.
Y entonces Margaret lo miró. Y por primera vez, se dio cuenta.
Los ojos del bebé eran… los mismos de William. Azul grisáceo. Inconfundibles.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Un año antes