En ese momento, Edward comprendió que lo esencial ya había sido revelado.
En los meses siguientes, la casa Hamilton se vino abajo. Margaret vivía en el spa. Charles “reorganizó” el negocio entre bastidores, agradeciendo a los fieles por haber colocado a sus familiares. Victor contrajo deudas a nombre de la familia. Clara organizaba fiestas lujosas en la villa, jurándole a cualquiera que la escuchara que pronto heredaría.
Isabella, sin embargo, permaneció inalterada. Cada mañana, el té. Por la tarde, un breve paseo por el jardín. Por la noche, una simple presencia, ni una palabra sobre la herencia:
“¿Cómo estás, papá? ¿Necesitas algo?”
Un fin de semana, Isabella sugirió:
“Ven al campo. El aire fresco te sentará bien”.
Fueron al pueblo natal de Edward, donde viejos vecinos lo recibieron sin títulos ni reverencias. Allí, Edward simplemente le estrecharon la mano. Un amigo de la infancia le susurró:
“Has llegado muy lejos, Edward. Pero al anochecer, no es el dinero lo que te sostiene de la mano. Es la familia”.
De vuelta en Denver, Edward llamó al Maestro Blake.
“Es hora de rehacer mi testamento. Todo para Isabella. Los demás no recibirán nada”.
“¿Está seguro, señor?”, preguntó el abogado.
“Absolutamente”, respondió. “No pasaron la prueba más simple: el amor incondicional”.
Tres meses después del anuncio de su “enfermedad”, Edward reunió a todos en el gran comedor. Margaret, Charles, Victor y Clara esperaban un informe médico… o detalles sobre la herencia. Isabella, en silencio, le tomó la mano.
Edward se puso de pie con voz clara:
“Tengo una verdad que decirles. No me estoy muriendo. Nunca he estado enfermo”. El silencio se convirtió en un muro. La copa de Margaret resbaló y se hizo añicos. Charles se quedó sin palabras. Clara jadeó: «Esto es ridículo…».
Edward levantó la mano.