Venían a visitarme todos los días. A veces juntos, a veces turnándose. Y con cada entrada a mi habitación, más escuchaba las frases que no quería creer.
“Sofía, cuando… cuando finalmente se vaya, nos iremos. Trabajaremos en otro país.” “¿Estás seguro? ¿Qué pasa si alguien pregunta?” “Diré que ya no puedo más. Hace tiempo que quería dejarla.”
A veces, escuchaba la voz de mi madre.
“Ricardo, no pierdas la esperanza, ¿de acuerdo? Mi hija te ama mucho.” Y en ese momento, quería gritarle a mi madre — ¡Ya no me ama, mamá! Pero no tenía voz. No tenía cuerpo. No tenía fuerza — excepto un corazón que se estaba haciendo pedazos poco a poco.
EL MILAGRO DE DESPERTAR
Una mañana, escuché la voz del doctor.
“Hay un ligero movimiento en sus dedos. Posiblemente son señales.”
Ahí lo sentí — tal vez aún había esperanza. Y cada día, me esforcé por moverme. Hasta que una noche, en el silencio del hospital, Ricardo volvió a llegar. Pero venía solo.
“Luna… perdóname. No fue mi intención.” Yo permanecí en silencio. “Pero la amo. Y aunque despiertes, no puedo volver atrás.”
Y ahí, mientras lo escuchaba, algo sucedió. Sentí una lágrima rodar por mi mejilla. Él se detuvo. “¿Luna?”
Otra más. Cayó otra lágrima. “¿L-Luna?”
Se acercó, tomó mi mano — y entonces, mi dedo se movió. “¡Enfermera! ¡Doctor! ¡Está despierta! ¡Luna está despierta!”