UN MECÁNICO LO PERDIÓ TODO POR SALVAR A UNA NIÑA. PERO AL DÍA SIGUIENTE, 5 COCHES DE LUJO RODEARON SU CASA.

—Aguanta, pequeña. Aguanta, por favor —le hablaba en voz alta, casi gritando, mientras las lágrimas de frustración le nublaban la vista—. Me llamo Rodrigo. Todo va a salir bien. Ya llegamos. No te duermas. ¡No te vayas!

Miró el velocímetro. Iba a 140 km/h en una zona de 100. Esquivaba coches, se metía por el arcén, tocaba el claxon desesperadamente. Los otros conductores le pitaban, le insultaban, sin saber que dentro de esa vieja furgoneta llena de abolladuras se libraba una batalla entre la vida y la muerte.

La niña empezó a convulsionar levemente.

—¡No, no, no! —gritó Rodrigo. Vio un  coche de la Guardia Civil de Tráfico parado en un control más adelante. En lugar de frenar, Rodrigo aceleró hacia ellos, tocando el claxon y haciendo luces.

Un agente salió a la carretera, haciéndole señas para que parara, con la mano en la funda de su arma. Rodrigo frenó en seco, derrapando, y bajó la ventanilla gritando.

—¡Llevo una niña muriéndose! ¡Necesito llegar a La Paz! ¡Ayúdenme, por Dios!

El guardia civil, un hombre joven y astuto, miró dentro de la furgoneta. Vio a la niña pálida, inerte. No pidió documentación. No hizo preguntas estúpidas. Su rostro cambió instantáneamente de autoridad a acción.

—¡Sígueme! —gritó el agente corriendo hacia su patrulla—. ¡Pega tu parachoques al mío y no te separes!

Las sirenas de la Guardia Civil se encendieron, aullando como lobos. El tráfico se abrió como el Mar Rojo. Rodrigo pisó el acelerador, siguiendo la estela de luces azules, llorando de gratitud. “Gracias, Virgen de la Almudena, gracias”, susurraba.

 

Llegaron al Hospital Universitario La Paz en tiempo récord. Rodrigo frenó en la entrada de Urgencias, saltó del coche, cogió a la niña y entró corriendo por las puertas automáticas.

—¡Médico! ¡Necesito un médico! —su voz retumbó en la sala de espera llena de gente.

El caos se desató. Dos enfermeras y un celador corrieron hacia él. Le quitaron a la niña de los brazos y la pusieron en una camilla.

—¿Qué ha pasado? —preguntó una doctora mientras le ponían una mascarilla de oxígeno y le rasgaban la camisa del uniforme para ponerle los electrodos.

—La encontré en la calle, en Villaverde. Golpe de calor, creo. Se desmayó. No reacciona. Apenas tiene pulso —explicó Rodrigo, jadeando, con las manos temblorosas llenas de grasa manchando el suelo inmaculado del hospital.

—¡A reanimación, rápido! —ordenó la doctora—. ¡Código cero!

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