UN MECÁNICO LO PERDIÓ TODO POR SALVAR A UNA NIÑA. PERO AL DÍA SIGUIENTE, 5 COCHES DE LUJO RODEARON SU CASA.

Se llevaron la camilla a toda velocidad tras las puertas batientes. Rodrigo se quedó allí, de pie, solo, en medio del pasillo. De repente, el silencio le golpeó. El ruido de su propia respiración le parecía ensordecedor. Se miró las manos sucias. Se miró el mono azul de trabajo, manchado de sudor y aceite. La gente en la sala de espera le miraba. Algunos con asco, otros con curiosidad.

Se sintió pequeño. Se sintió sucio. Y, sobre todo, se sintió aterrorizado. Acababa de perder su trabajo. Su vida tal como la conocía había terminado. Se dejó caer en una silla de plástico duro y se tapó la cara con las manos, rompiendo a llorar en silencio.

Pasaron dos horas. Las dos horas más largas de la vida de Rodrigo.

Nadie salía a informarle. No sabía si la niña estaba viva o muerta. No sabía su nombre. No sabía nada. Solo sabía que había sacrificado el bienestar de su familia por una desconocida, y la duda le carcomía. ¿Había hecho lo correcto? ¿Qué le diría a Elena?

De repente, se escuchó un alboroto en la entrada. Una pareja entró corriendo, con el pánico dibujado en sus rostros. El hombre, alto, vestido con un traje de corte impecable que debía costar más de lo que Rodrigo ganaba en un año, gritaba exigiendo ver a su hija. La mujer, elegante y visiblemente angustiada, lloraba sin consuelo.

—¡Soy Diego Salazar! —gritaba el hombre en el mostrador de recepción—. ¡Me han llamado diciendo que mi hija Sofía está aquí!

“Diego Salazar”. El nombre le sonaba a Rodrigo. Lo había visto en las noticias, en las revistas de economía que a veces dejaban los clientes en el taller. Era uno de los empresarios más poderosos de España, dueño de un imperio de logística y automoción.

Una enfermera salió y habló con ellos en voz baja. La mujer, la madre, se llevó las manos a la boca y asintió frenéticamente. Luego, la enfermera señaló hacia donde estaba Rodrigo, sentado en la esquina, encogido.

Diego Salazar se giró y miró a Rodrigo. Sus ojos recorrieron al mecánico de arriba abajo. Vio el mono sucio, las botas de seguridad gastadas, el pelo revuelto. Pero no había desprecio en su mirada, solo una intensidad abrumadora.

El empresario caminó hacia él a pasos agigantados. Rodrigo se puso de pie, nervioso, limpiándose las manos en el pantalón como si eso pudiera quitar la mancha de su pobreza.

—¿Usted es el hombre que trajo a mi hija? —preguntó Salazar. Su voz era grave, autoritaria, pero temblaba ligeramente.

—Sí, señor. Me llamo Rodrigo. La encontré en el polígono…

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