UN MECÁNICO LO PERDIÓ TODO POR SALVAR A UNA NIÑA. PERO AL DÍA SIGUIENTE, 5 COCHES DE LUJO RODEARON SU CASA.

—¿Y eso es problema mío? ¿O tuyo? —dijo Héctor con una frialdad que helaba la sangre—. Tienes tres esperando. El dueño del Mercedes viene en veinte minutos. Si te vas ahora, dejas el trabajo tirado.

—¡Es una vida, Héctor! —bramó Rodrigo, perdiendo por primera vez el “Don”. La desesperación le daba valentía—. ¡Es una niña! ¡Podría ser su hija o la mía!

—No es mi hija. Y no me pagas para ser samaritano —Héctor se acercó hasta quedar a un metro de él—. Escúchame bien, Rodrigo. Si te subes a esa furgoneta y sales de mi taller en horario laboral, no te molestes en volver. Estás despedido. Y me aseguraré de que no encuentres trabajo ni cambiando ruedas de bicicleta en todo Madrid. Te hundiré.

El mundo se detuvo. Rodrigo miró a Héctor, vio la maldad pura en sus ojos, la total ausencia de empatía. Luego bajó la vista hacia la niña. Sus pestañas largas, su carita inocente distorsionada por la falta de oxígeno. Pensó en sus hijos. Pensó en la hipoteca. Pensó en el hambre.

El miedo le atenazó el estómago. Si se iba, lo perdía todo. La seguridad, el sueldo, el futuro de su familia.

Pero entonces sintió un espasmo en el cuerpo de la pequeña. Un suspiro agónico.

Rodrigo levantó la vista, y sus ojos, normalmente dóciles, ardieron con un fuego que Héctor nunca había visto.

—Pues fírmeme el finiquito, desgraciado —dijo Rodrigo con voz firme y grave—. Porque prefiero morir de hambre con la conciencia tranquila que ser un miserable como usted.

Sin esperar respuesta, abrió la puerta de la furgoneta, depositó a la niña con cuidado en el asiento, la aseguró con el cinturón como pudo, y corrió al lado del conductor. Arrancó el motor, que rugió con un sonido asmático, y salió quemando rueda, dejando a Héctor Villaseñor gritando insultos en una nube de polvo y humo.

La M-40 era una trampa mortal a esa hora. El tráfico de Madrid es famoso por su densidad, y esa tarde no era la excepción. Rodrigo conducía con una mano en el volante y la otra sosteniendo la cabeza de la niña para que no se golpeara con los bandazos.

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