—¡Oye, pequeña! ¿Me oyes? —le dio unas palmaditas suaves en la cara. La piel de la niña estaba ardiendo, pero no de fiebre, sino por el golpe de calor, y al mismo tiempo, estaba húmeda y fría al tacto. Un sudor pegajoso. Mala señal. Muy mala señal.
Rodrigo acercó su oído a la boca de la niña. Apenas respiraba. Un silbido débil, errático. Puso dos dedos en su cuello. El pulso era un aleteo frenético y débil, como un pájaro atrapado.
—¡Llamad a una ambulancia! —gritó hacia los hombres de la otra acera, que seguían mirando—. ¡Joder, no os quedéis ahí parados! ¡Se muere!
Uno de ellos sacó el móvil con torpeza, pero Rodrigo sabía cómo funcionaban las cosas. Una ambulancia en hora punta, en un polígono industrial a las afueras, podía tardar veinte minutos, media hora. Miró a la niña. Sus labios se estaban volviendo morados. No tenía veinte minutos. Quizás no tenía ni cinco.
Rodrigo tomó la decisión en una fracción de segundo. Pasó sus brazos fuertes y manchados de grasa por debajo del cuerpo frágil de la niña y la levantó. Pesaba tan poco que le dio ganas de llorar. Se giró y corrió hacia su vieja furgoneta Citroën Berlingo aparcada en la esquina del taller.
Estaba a punto de abrir la puerta del copiloto cuando una voz conocida y cargada de veneno le detuvo en seco.
—¡Méndez! ¿Qué cojones crees que estás haciendo?
Héctor Villaseñor estaba en el umbral del taller, con los brazos cruzados y la cara roja de ira. Había visto todo, pero no parecía importarle la tragedia, sino la interrupción de su producción.
—Don Héctor, esta niña se está muriendo —gritó Rodrigo, con la niña en brazos, sintiendo cómo la vida se le escapaba—. Se ha desmayado. Tengo que llevarla a Urgencias. La ambulancia tardará demasiado.
Héctor bajó los escalones de la entrada, caminando despacio, como un depredador que sabe que su presa no tiene escapatoria.