UN MECÁNICO LO PERDIÓ TODO POR SALVAR A UNA NIÑA. PERO AL DÍA SIGUIENTE, 5 COCHES DE LUJO RODEARON SU CASA.

El miedo a perder el trabajo era el motor que mantenía a Rodrigo en silencio, soportando los insultos, las horas extras no pagadas y el desprecio constante. “Hazlo por ellos”, se repetía como un mantra sagrado. “Aguanta un poco más, Rodrigo. Solo un poco más”.

A las cuatro de la tarde, el sol comenzó a descender ligeramente, pero el calor seguía siendo sofocante. Rodrigo salió un momento a la acera del taller para beber agua de la fuente pública, buscando un segundo de alivio. La calle del polígono estaba desierta, salvo por el paso ocasional de algún camión de reparto.

Fue entonces cuando la vio.

Al principio, pensó que era una ilusión provocada por el calor. Una figura pequeña, vestida con un uniforme escolar de falda gris y polo blanco, caminaba tambaleándose por la acera opuesta. Parecía fuera de lugar, como una aparición. No había colegios cerca, solo naves industriales y almacenes de construcción. La niña, de no más de ocho años, caminaba arrastrando los pies, con la cabeza baja y el cabello rubio pegado a la frente por el sudor.

Rodrigo frunció el ceño, olvidando la botella de agua. Algo no iba bien. La niña se detuvo, se llevó una mano al pecho y, en cámara lenta, como si fuera una marioneta a la que le cortan los hilos, se desplomó sobre el cemento hirviendo.

El sonido sordo del cuerpo al golpear el suelo fue casi imperceptible, pero para Rodrigo sonó como un disparo.

—¡Eh! —gritó, soltando la botella—. ¡Niña!

Miró a su alrededor. Un par de trabajadores de la nave de enfrente habían salido a fumar, pero se quedaron paralizados, mirando la escena con esa mezcla de curiosidad morbosa y miedo a involucrarse que a veces paraliza a la sociedad. Nadie se movía. El “no te metas, que te buscas un lío” flotaba en el aire.

Pero Rodrigo no pensó. Su cuerpo reaccionó antes que su cerebro. Sus piernas, cansadas y doloridas, encontraron una fuerza nueva y cruzó la calle corriendo, esquivando una furgoneta que le pitó furiosamente.

Al llegar junto a ella, el corazón se le heló. La niña estaba boca arriba. Su piel, que debería estar sonrosada por el calor, tenía un tono grisáceo, casi azulado alrededor de los labios. Tenía los ojos cerrados y su pecho apenas se movía. Rodrigo se arrodilló, ignorando el dolor de sus rodillas contra el asfalto abrasador.

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