Rodrigo Santillán apretó los labios. No soportaba la idea de que aquella joven, a la que había menospreciado, se robara el espectáculo.
—Un número… aceptable —dijo con voz seca, buscando restarle mérito.
Pero los otros jueces no compartían su postura. Una mujer de cabello plateado, coreógrafa de renombre internacional, se inclinó hacia el micrófono.
—No fue aceptable, Rodrigo —corrigió—. Fue extraordinario. Lo que acabamos de presenciar es arte puro.
El público estalló en una ovación aún mayor. Rodrigo bajó la mirada, furioso, mientras Esperanza apenas podía contener las lágrimas.Al terminar la competencia, la joven se refugió en un rincón del vestíbulo. No sabía cómo reaccionar ante la atención repentina: periodistas, fotógrafos, estudiantes de danza querían acercarse a ella.
—¿De dónde aprendiste a bailar así? —preguntó un reportero con cámara en mano.
Esperanza sonrió con timidez.
—De mi abuela… y de la tierra.
Las luces de las cámaras le resultaban abrumadoras, pero dentro de sí había una calma nueva: la certeza de que había cumplido con la promesa que alguna vez se hizo, de bailar grande cuando alguien intentara empequeñecerla.
Esa noche, de regreso en el modesto cuarto que había alquilado cerca del centro de Guadalajara, Esperanza pensó en su pueblo. Recordó las calles empedradas, el olor a maíz recién molido, la voz de su madre cantando mientras lavaba ropa. Recordó también los festivales de la Guelaguetza, donde por primera vez había descubierto que el baile no era solo movimiento, sino una forma de contar historias.
Con los ojos húmedos, sacó del bolsillo un pañuelo bordado que su abuela le había entregado antes del viaje. Lo apretó contra el pecho y susurró:
—Gracias, abuelita.
Los días siguientes fueron un torbellino. El video de su presentación se viralizó en redes sociales. “La campesina que hizo temblar al Degollado”, decían los titulares. Algunos la llamaban la “Flor de Oaxaca”. Otros criticaban al jurado por haberla ridiculizado en público. Rodrigo, el juez cruel, se convirtió en blanco de burlas y reproches.
Una mañana, mientras caminaba por el centro de Guadalajara, Esperanza se sorprendió al escuchar a dos jóvenes hablar de ella:
—¿Viste el video de la muchacha oaxaqueña? ¡Qué fuerza, qué entrega!
—Sí, hermano. Nunca había sentido ganas de llorar viendo un baile, pero ella… uff.
Esperanza bajó la cabeza, sonrojada, pero con el corazón rebosante de gratitud.