UN JEFE MILLONARIO DEJA EMBARAZADA A SU EMPLEADA Y LA ECHA A LA CALLE. CINCO AÑOS DESPUÉS, QUEDÓ EN IMPACTACIÓN.

“¿A quién le importa lo que esperen los demás?”, interrumpió Sophia, mirándolo fijamente. *”¿Crees que quiero arruinar mi cuerpo solo porque tu familia quiere un bebé? No soy tonta. Me gusta cómo me veo y quiero que siga así.”

La frustración de William aumentó. Golpeó la mesa con la mano, haciendo sonar los cubiertos.

“¿Te importa más tu apariencia que el futuro de esta familia? ¡No puedo creerlo!”

Sophia se levantó de la silla, entrecerrando los ojos con ira. “No me levantes la voz, William. No me casé contigo por amor. Me casé contigo por dinero, igual que tú te casaste conmigo por estatus. Si tanto deseas tener hijos, busca a otra que los tenga. No me interesa.”

La frialdad en las palabras de Sophia fue como una bofetada. William se quedó allí, sin palabras, mientras ella se marchaba furiosa a su habitación. No era ningún secreto que hacía años que no compartían la misma habitación. Su matrimonio no era más que una formalidad, un acuerdo para guardar las apariencias.

Durante las siguientes semanas, el silencio entre ellos se hizo más denso. William estaba lleno de ira y frustración, mientras que Sophia permanecía indiferente. Pasaba los días comprando, asistiendo a fiestas y presumiendo de su riqueza a cualquiera que la escuchara. Le importaba poco la idea de la familia, la maternidad o las presiones que pesaban sobre los hombros de William.

Por las noches, William salía de casa y encontraba consuelo en los brazos de otras mujeres. Justificó sus acciones diciéndose que a Sophia no le importaba, así que ¿por qué debería importarle ella? Mientras tanto, Sophia hacía lo mismo. Tenía sus propios asuntos, sus propios secretos, y no hacía ningún esfuerzo por ocultarlos.

Su matrimonio sin amor se convirtió en un silencioso campo de batalla. Ambos fingían no darse cuenta de lo mucho que se habían distanciado el uno del otro. Eran dos desconocidos, unidos solo por la riqueza y el orgullo, viviendo bajo el mismo techo, pero en mundos completamente diferentes.

A medida que aumentaba la presión sobre William para tener un heredero, su frustración se convirtió en desesperación. Su familia no dejaba de pedírselo, y ya no podía escudarse en excusas. Sin embargo, cada vez que intentaba sacar el tema con Sophia, terminaba en pelea. Ella se mantenía firme: no deseaba tener hijos y era perfectamente feliz manteniendo su figura y su lujoso estilo de vida.

Una noche, después de otra discusión, William se encontró solo en la gran y vacía sala de estar de su mansión. Miró a su alrededor, al vasto espacio —los muebles caros, las lámparas de araña de cristal y los suelos de mármol—, y todo le pareció insignificante. “¿De qué servía toda esta riqueza si no había con quién compartirla? ¿Ni hijos a quienes legársela? ¿Ni amor que la hiciera sentir como un hogar?”

Mientras tanto, Sophia decidió que no quería tratar más con William, pues había empezado a irritarla. Así que contrató a una nueva empleada doméstica que la ayudaría a transmitirle cualquier mensaje que quisiera.

Una tarde calurosa, mientras revisaba las solicitudes de la agencia de limpieza, Sophia se fijó en el nombre Emily. El currículum era sencillo: Emily era una joven de origen humilde, sin cualificaciones destacadas, pero con experiencia trabajando como empleada doméstica en otras casas adineradas.

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