Un estudiante pobre se casó con un hombre de 60 años. Y después de la boda, estaba en el dormitorio.

A la mañana siguiente, Iván Serguéievich volvió a sugerir un paseo por el jardín. Esta vez, Anna caminó a su lado.

Sintiendo una extraña mezcla de ansiedad y curiosidad. Cada mirada de su marido era al mismo tiempo una prueba y una invitación al diálogo.
“Anna”, dijo, deteniéndose junto al estanque, “entiendes que tu vida ahora está ligada a la mía. Pero eso no significa que tengas que perderte. Debes ser fuerte, porque te esperan muchas dificultades”.
Por primera vez, Anna sintió que su miedo no era solo miedo a su marido, sino una señal de que necesitaba encontrar fuerza interior. Y en ese momento, decidió: actuaría, desafiaría el miedo y se conocería a sí misma y a su marido simultáneamente.
Comprendió que este matrimonio no era solo una prueba, sino también una oportunidad para descubrir nuevas facetas de su personalidad. Y en lo más profundo de su ser, sintió que estaba a punto de comenzar un verdadero juego, en el que el ganador sería quien mantuviera la compostura incluso en medio de misterios y secretos.

Habían pasado casi dos meses desde la boda, pero Anna aún no se acostumbraba a la mansión ni a Iván Serguéievich. Sus hábitos, sus estrictas rutinas y sus repentinas miradas silenciosas le creaban una constante ansiedad. Cada sonido —un paso en el suelo de mármol, el crujido de una puerta— le aceleraba el corazón.
Una noche, Iván la invitó a su estudio. A primera vista, la habitación parecía tranquila: un enorme escritorio, estanterías llenas de libros, sillones junto a la chimenea. Pero las sombras que proyectaba la lámpara en las paredes y la suave luz de las velas creaban una atmósfera tensa, casi amenazante.
“Anna”, empezó en voz baja, sentándose frente a ella, “Necesito decirte algo. Es importante”.
Anna se tensó. Intuyó que la conversación derivaría hacia algo serio, posiblemente peligroso.
“Mi vida antes de conocerte era… complicada”, continuó. “Cometí errores que poca gente conoce. Y algunos pueden parecer extraños o aterradores”.
Anna no podía apartar la mirada de su rostro. Había algo inusual en sus ojos: una mezcla de sinceridad y frío cálculo.
“¿Qué quieres decir exactamente?”, preguntó con cautela. “Quiero que me entiendas”, dijo, inclinándose ligeramente hacia adelante. “En esta casa, debes estar preparada para lo inesperado. A veces puedo parecer severa o exigente. Pero todo esto no pretende reprimirte. Es una prueba”.
Anna sintió que el miedo le invadía el pecho, pero con él, una extraña curiosidad. Comprendió que el matrimonio ya no era solo una formalidad, sino un verdadero juego de supervivencia, donde su mundo interior se ponía a prueba.

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