Un estudiante pobre se casó con un hombre de 60 años. Y después de la boda, estaba en el dormitorio.

Y mientras el sol de la mañana se reflejaba en el estanque, Anna sintió una extraña mezcla de miedo y determinación. Comprendió que su vida apenas comenzaba, y que las pruebas que la aguardaban revelarían la verdadera naturaleza de cada uno de ellos, tanto de ella como de su esposo.

Pasaron varios días. La mansión empezó a parecerle a Anna, poco a poco, hermosa y aterradora a la vez: los amplios pasillos, los lujosos muebles, los tranquilos corredores por los que caminaba como una invitada en un mundo extraño. Cada sonido resonaba, cada movimiento de su marido parecía calculado.
Ivan Sergeyevich seguía comportándose con moderación, pero a veces su mirada se posaba demasiado tiempo en Anna. Ella presentía que tras la aparente calma se escondía algo que temía comprender.
Una noche, la invitó a la biblioteca. La enorme sala, con sus altos estantes llenos de libros antiguos, olía a polvo y cera. La sentó en una silla junto a la chimenea, cuyas largas sombras proyectaban sobre las paredes.
“Anna”, empezó en voz baja, “quiero que sepas la verdad. Todo este tiempo te he estado observando. Tus reacciones, tus pensamientos… Es importante para mí entender quién eres realmente”.
Su corazón empezó a latir más rápido. No lograba entender: ¿era preocupación o control?
“¿Por qué me haces esto?” —preguntó Anna, sin ocultar su ansiedad—. ¿Por qué todo te parece una prueba?
Ivan Sergeyevich hizo una pausa, como si sopesara cada palabra.
—Porque el mundo en el que te encuentras exige cautela —dijo finalmente—. Estoy acostumbrado a actuar con racionalidad. Pero no quiero que te sientas prisionera.
Anna sintió miedo, desconfianza y… una extraña chispa de curiosidad mezclarse en su interior. Comprendió que ante ella se encontraba un hombre con un pasado lleno de secretos, un hombre cuyos deseos y miedos eran tan complejos como los suyos.
—No quiero ser un juguete —dijo él.

—dijo ella, mirándolo directamente a los ojos—. Quiero tener derecho a mis propios pensamientos, a mis propios sueños.
Iván asintió, casi con respeto:
—Lo sé. Y quizás esta sea nuestra primera prueba de verdad: aprender a vivir juntos sin perdernos a nosotros mismos.
Esa noche, Anna se acostó con una nueva sensación: comprendió que su vida con Iván Serguéievich no era solo un matrimonio por dinero o estatus. Era una lucha por su espacio personal, por el derecho a ser escuchada y comprendida.
Sabía que le esperaban muchas conversaciones difíciles, pruebas y sorpresas. Pero por primera vez, sintió que en este mundo lleno de lujo y control, tenía el poder: el poder de elegir, de luchar y de protegerse.

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