Un estudiante pobre se casó con un hombre de 60 años. Y después de la boda, estaba en el dormitorio.

Al día siguiente, Anna se despertó más temprano de lo habitual. La pesadez del sueño persistía, y las preguntas sobre el pasado de su marido y lo que le esperaba aún le rondaban la cabeza. Bajó al comedor y encontró a Iván Serguéievich esperándola con su café matutino. “Buenos días”, dijo en voz baja, casi sin su habitual severidad. “¿Buenas noches?”.
Anna asintió, intentando disimular su ansiedad. Pero cada mirada que él le dirigía, incluso una tan serena, la hacía estremecerse ligeramente. Sabía que había algo oculto allí, algo imposible de comprender de inmediato.
Después del desayuno, Iván sugirió un paseo por el jardín. Esta vez, no habló, simplemente caminó a su lado, observándola atentamente. Anna sintió una extraña tensión: cada movimiento de su marido parecía deliberado, cada mirada, una prueba.
“Anna”, dijo finalmente, “quiero que sepas una cosa. No soy quien parezco a primera vista. Tengo hábitos, rituales que pueden parecer extraños. Pero no quiero hacerte daño”.
Anna se quedó paralizada. Sus palabras sonaron a la vez una advertencia y una invitación. Comprendió: ahora tendría que desentrañar a este hombre, como un complejo acertijo.
“¿Por qué dices eso?”, preguntó en voz baja. “¿Qué quieres realmente de mí?”.
Iván Serguéievich guardó silencio. Entonces, lenta y tranquilamente, dijo:
“Quiero que seamos sinceros el uno con el otro. Quiero saber qué piensas, qué temes y qué deseas. Sin esto, nuestro matrimonio está condenado al fracaso”.
Anna sintió que la determinación despertaba en ella. Su miedo se mezcló gradualmente con la curiosidad. Se dio cuenta de que si se permitía aislarse y tener miedo, perdería la oportunidad de mantener su libertad incluso en este mundo extraño.
“De acuerdo”, dijo con firmeza. “Intentaré ser sincera”.
Ivan asintió. Su mirada se suavizó, casi paternal.
“Este es el primer paso”, dijo. “Y el primer paso para que nos entendamos”.
Esa noche, Anna se sentó junto a la ventana, mirando el jardín, donde los faroles parpadeaban suavemente. Comprendió que le esperaban muchas más conversaciones, pruebas y misterios. Pero por primera vez, sintió que podía hacer más que simplemente sobrevivir, sino vivir su propia vida, ser ella misma y mantener la libertad interior.

Y esa noche, mientras la casa se quedaba en silencio, Anna comprendió: su vida había cambiado para siempre. Ya no era solo una “hija”, una “novia” o un “juguete”; ahora era una persona que debía decidir quién sería y aprender a encontrar la fuerza para afrontar cualquier miedo, incluso si se escondía tras la fría mirada de su marido.

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