Un estudiante pobre se casó con un hombre de 60 años. Y después de la boda, estaba en el dormitorio.

A la mañana siguiente, la mansión recibió a Anna con un frío silencio. La luz se filtraba lentamente a través de las gruesas cortinas, tiñendo la habitación de gris y amarillo pálido. Se sentó en el borde de la cama, dudando en levantarse. Su mente repasaba a toda velocidad lo sucedido la noche anterior. Como si toda su vida se hubiera dividido en un “antes” y un “después” de la boda.
Ivan Sergeyevich bajó al comedor, donde el desayuno ya estaba servido. Sus movimientos eran tranquilos, casi silenciosos, pero cada paso resonaba en la habitación, un recordatorio de su presencia.
“Buenos días”, dijo sin levantar la cabeza. “Espero que hayas dormido bien”.
Anna asintió, aunque el sueño había dejado en ella un rastro de fatiga y ansiedad. Intentó sonreír, pero era más una máscara que una expresión de alegría. “Anna”, continuó Iván Serguéievich, mirándola finalmente a los ojos, “entiendo que todo esto es inusual para ti. Pero debemos intentar comprendernos. Quiero que sepas: no voy a obligarte”.
Las palabras eran suaves, casi cariñosas, pero tenían una fuerza impredecible. Anna sintió una extraña mezcla de miedo y curiosidad.
Después del desayuno, Iván sugirió un paseo por el jardín. Los senderos estaban bordeados de setos impecables y el aire olía a agujas de pino y tierra húmeda. Anna caminaba a su lado, intentando disimular su tensión interior, pero cada sonido, cada crujido, parecía más fuerte de lo habitual.
“Anna”, dijo al llegar al estanque, “parece que llevas el mundo entero sobre tus hombros”.
“Es cierto”, admitió ella en voz baja. “El mundo que era mío ahora me parece ajeno”. Él asintió, casi como un viejo conocido que comprende el dolor ajeno:
“Quizás tengamos que llegar a un acuerdo. Tú tienes sueños, y yo tengo hábitos y experiencia. Necesitamos encontrar la manera de reconciliarlos”.
Por primera vez, Anna sintió que la veía como algo más que una esposa o parte de un trato. Algo en su mirada sugería que tras su aparente severidad se escondía comprensión y quizás incluso respeto por su mundo interior.
Pero una agitación interior aún la mantenía cautiva. Cada paso por el jardín era como una prueba: ¿resistiría esta prueba? ¿Podría confiar en un hombre que le doblaba la edad, cuyos motivos seguían siendo un misterio?

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