La noche en la mansión fue especialmente difícil. El pesado susurro de las cortinas y los tenues sonidos de la ciudad se fundían en una extraña sinfonía que a Anna le pareció ominosa. Se sentó en el borde de la cama, intentando ordenar sus pensamientos, pero el corazón le latía con fuerza, como si quisiera estallar.
Mientras tanto, Ivan Sergeyevich caminaba en silencio por la habitación, observando atentamente cada uno de sus movimientos. Sus pasos eran mesurados y silenciosos, pero una extraña amenaza se escondía en ellos, como si supiera exactamente qué pasaba por su cabeza.
“Anna”, empezó de nuevo, “es importante que entienda cómo te sientes. No intentes sonreír ni fingir. Lo veo todo”.
Anna suspiró y bajó la mirada. Le temblaban los dedos al abrazarse las rodillas.
“Yo… no sé qué siento”, confesó en un susurro. “Todo es demasiado extraño, demasiado rápido”.
Iván se acercó y se sentó en la silla frente a ella. Su mirada era pesada, pero su voz era serena.
“Entiendo que tengas miedo”. Este es un mundo nuevo para ti, nuevas reglas. Pero espero que con el tiempo encontremos puntos en común.
Anna levantó la vista y, por primera vez, notó un extraño cansancio acechando tras su frialdad y severidad. Parecía que no era solo un esposo, sino un hombre con su propio dolor, sus propios demonios.
“¿Por qué me siento tan… como una muñeca?” preguntó en voz baja. “¿Por qué mis sueños y deseos no le importan a nadie?”.
Iván Serguéievich guardó silencio. Tras una larga pausa, dijo:
“Quizás tengas razón. Quizás yo también percibo muchas cosas de forma diferente a ti. Pero debemos aprender a entendernos, de lo contrario, nuestro futuro juntos se convertirá en un tormento”.
Anna sintió que el miedo se mezclaba con la curiosidad.
Sus pensamientos vagaban entre la desesperación y el deseo de saber quién era realmente ese hombre. Comprendió que la noche apenas comenzaba, y que la aguardaban conversaciones y pruebas que revelarían quién era más fuerte: el miedo o la fuerza de voluntad.
Se acercó a la ventana y contempló el oscuro jardín. La luna se reflejaba en la superficie del estanque, creando la ilusión de una luz que penetraba la oscuridad. En ese momento, por primera vez, Anna sintió que podía tomar sus propias decisiones. Podía ser más que un simple juguete en manos de las circunstancias, una persona que determinaba su propio destino.
Y esa noche, a pesar del miedo y la incertidumbre, algo en su interior despertó: una determinación, serena pero inquebrantable. Sabía que el camino sería duro, pero por primera vez, sintió el sabor de la verdadera fuerza.
Ivan Sergeyevich se sentó a su lado, sin perturbar su intimidad, y dijo casi en un susurro:
“Mañana empezaremos de nuevo. Pero quiero que recuerdes: estás aquí por una razón”. Anna asintió, indecisa entre sentirse feliz o asustada. Cerró los ojos, intentando dormir, pero una tormenta de pensamientos la azotaba: ¿quién sería ella mañana y quién era él en realidad?