Un empresario millonario apareció sin previo aviso en el hogar de su empleada — lo que descubrió allí cambió su vida para siempre…

Fue entonces cuando conocí a la señora Malik. Ella vivía en una mansión enorme en el corazón de la ciudad, con pisos de mármol y techos tan altos que parecían tocar el cielo. Yo, frente a aquella puerta gigantesca, me sentía diminuta.

—¿Sabes limpiar y cocinar? —me preguntó con voz cortante, después de mirarme de arriba abajo.

—Sí, señora —respondí temblando.

—Puedes empezar mañana. Pero tu hija debe quedarse en la habitación de servicio. No quiero niños corriendo por esta casa.

Asentí sin discutir. Tenía hambre de trabajo y no podía darme el lujo de perder la oportunidad.

Así, Laila y yo nos mudamos a un cuarto estrecho en la parte trasera de la mansión. Paredes desconchadas, un colchón viejo y un techo con goteras… pero era un techo al fin.

III. La infancia oculta de Laila

Trabajaba sin descanso. Pulía la plata, lustraba los pisos, cocinaba banquetes que jamás probaría. Los hijos de los Malik apenas notaban mi presencia. Yo era parte del mobiliario.

Pero Laila… ella era diferente.

Tenía solo cuatro años, y mientras yo limpiaba, se sentaba en silencio a observarme. Una tarde me dijo con esa voz infantil que todavía recuerdo:

—Mamá, algún día yo te voy a sacar de aquí.

Me quedé helada. ¿Cómo podía una niña tan pequeña cargar con palabras tan grandes?

Yo no podía pagarle la escuela, así que inventé la mía en aquellas paredes húmedas. Le enseñaba a leer con periódicos viejos, y sumas y restas con trozos de tiza. Laila absorbía todo como si tuviera un fuego interno que nadie podía apagar.

IV. Una puerta cerrada

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