Un empresario buscó a su hija desaparecida durante 16 años, sin saber que ella llevaba mucho tiempo viviendo y trabajando en su propia casa.

A la mañana siguiente, llamó a su abogado y exigió una prueba de ADN discreta.

Un solo mechón de cabello de Ana, recogido de su almohada, fue suficiente.

Dos semanas después, llegaron los resultados.

Coincidencia del 99,98%.

Ana… era Sophie.

Su hija había estado bajo su techo todo el tiempo.

Y ella no lo sabía.

Martín no durmió esa noche. Los recuerdos chocaban en su mente como olas que se estrellan contra las rocas.

¿Quién se la llevó? ¿Cómo acabó en un hogar de acogida?

¿Y cómo, cómo, no había logrado reconocer a su propio hijo?

Pero ahora venía la pregunta más difícil: ¿Qué haría con la verdad?

No podía soltarlo sin más. Si ella no lo recordaba… podría destrozarla.

Necesitaba ir con cuidado. Con cuidado.

Entonces decidió conocerla.

Como Ana.

Empezó a desayunar en la cocina en lugar de en su oficina. Le hacía preguntas sobre sus intereses, sus estudios, sus sueños. Al principio era tímida, pero enseguida se animó.

Descubrió que ella estudiaba psicología por la noche, con la esperanza de trabajar con niños algún día.

Le encantaban las tartas de limón, odiaba las tormentas eléctricas y siempre lloraba durante las películas sobre familias perdidas.

Paquetes de vacaciones familiares
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Y cuanto más le hablaba, más crecía el dolor en su corazón.

Porque ella no era sólo su hija.

Ella era maravillosa.

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