Siguió, como si anunciara la llegada de una sobrina perdida: “Ella se quedará aquí.
Alguien tiene que cuidarla, y para ser sincera, tú ya deberías habernos dado un nieto.
Tres años, Emily.
Tres años de matrimonio, y nada.”
Sus palabras fueron agudas, deliberadas.
Ella conocía mis problemas de fertilidad, las interminables visitas al médico, las oraciones susurradas por la noche.
Para ella, mi incapacidad de quedar embarazada era la prueba de que había decepcionado a su hijo, a su familia.
Y ahora se atrevía a poner a su amante bajo mi techo, esperando que la atendiera como a una sirvienta.
Apreté más fuerte el montón de papeles, mis uñas se clavaban en la delgada tapa de cartón.
Ira, humillación, desesperación—todo chocaba dentro de mí, pero obligué a mis labios a dibujar una frágil sonrisa.
“Por supuesto,” susurré, con la voz temblorosa pero controlada.
“Siéntete como en casa.”
Margaret sonrió con suficiencia, como si se sintiera satisfecha con mi obediencia, y condujo a Claire arriba, a la habitación de invitados.
Me quedé inmóvil, mientras el tic-tac del reloj en la pared sonaba cada vez más fuerte, hasta que fue lo único que escuché.
Esa noche, cuando Daniel por fin volvió a casa, apestando a whisky y evitando mi mirada, no grité.
No lloré.
En cambio, observé cómo buscaba torpemente excusas, cómo la cobardía rezumaba de cada palabra entrecortada.
Algo cambió dentro de mí.
Si ellos pensaban que soportaría en silencio este humillante juego, se equivocaban.
En el silencio de nuestro oscuro dormitorio, mientras Daniel roncaba a mi lado, una idea comenzó a echar raíces—peligrosa, devoradora.
Si Margaret y Daniel querían construir su “familia” a costa mía, entonces yo urdiría un plan que derrumbaría todo su castillo de naipes.
Y cuando terminara, ninguno de ellos volvería a levantarse.
Desde ese momento, mi vida se convirtió en una obra de teatro.
Interpretaba el papel de esposa y nuera obediente, tragaba mi rabia y la alimentaba en secreto.
Cada mañana preparaba el desayuno para Daniel, Margaret y Claire.
Sonreía cuando Claire pedía una porción extra, mientras fingía no notar cómo la mano de Daniel descansaba demasiado tiempo en su espalda cuando ella le pasaba la cafetera.
Pero por dentro estaba almacenando todo.