Tras el despido, la niñera pidió un último día… hasta que la niña reveló algo al padre millonario y…

Se quedó despierto en su despacho, mirando por la ventana las luces de la ciudad que nunca se apagaban completamente. Las palabras de Elena resonaban en su cabeza como un eco que no podía silenciar. Llora casi todas las noches. Tiene miedo de molestarte. No has estado aquí. No, de verdad.

Cada frase era una acusación que no podía refutar porque era cierta. Había pasado dos años huyendo de su propio dolor mientras su hija se ahogaba en el suyo. Se había convencido de que trabajar más, ganar más, proveer más, era la forma de cuidarla. Pero Sofía no necesitaba más juguetes ni mejores escuelas.

Necesitaba a su padre y él no sabía cómo ser eso sin desmoronarse. Cuando el reloj marcó las 6 de la mañana, Diego se levantó y subió al segundo piso. Se detuvo frente a la puerta de la habitación de Sofía. La empujó con cuidado tratando de no hacer ruido. La luz del amanecer entraba tímidamente por la ventana.

Sofía dormía currucada, abrazando un peluche de jirafa que Mariana le había regalado en su tercer cumpleaños. Diego entró y se sentó en la silla junto a la cama. Observó a su hija dormir y por primera vez en mucho tiempo realmente la miró. Tenía el cabello de Mariana, los mismos rizos suaves que se despeinaban por más que los peinaran, pero tenía sus ojos, los ojos grises de la familia Morales.

Mariana solía bromear diciendo que Sofía había sacado lo mejor de ambos. Diego sintió que algo dentro de él se quebraba. Cuántas noches había llorado su hija mientras él se encerraba en su despacho fingiendo que el trabajo era más importante que el dolor. Cuántas veces había necesitado un abrazo y él solo le había dado un beso distraído en la frente antes de salir corriendo a otra reunión.

Estiró la mano y apartó un mechón de cabello del rostro de Sofía. La niña se movió ligeramente, pero no despertó. “Lo siento”, susurró Diego. “No sabía que no lo estaba diciendo solo a Sofía. Lo decía también a Mariana, a Elena. Asíismo, salió de la habitación antes de que las lágrimas que sentía acumularse en la garganta encontraran su camino hacia afuera. Bajó a la cocina y por primera vez en meses preparó el desayuno el mismo.

Nada elaborado, solo café y pan tostado. Pero era algo. Elena apareció media hora después. Se detuvo en seco al verlo ahí. Buenos días”, dijo ella con cautela. Diego levantó la vista. “Buenos días, café.” Elena parpadeó sorprendida. “Sí, gracias.” Diego le sirvió una taza y la dejó sobre la barra. Se quedaron en silencio mientras ella le agregaba azúcar.

Sobre lo de anoche comenzó Diego. Elena levantó la mano. No tienes que explicar nada. Si tengo que hacerlo, interrumpió él. Tenías razón en todo. He estado ausente. He dejado que el miedo me paralizara y he olvidado que Sofía también está sufriendo. Peor aún, he hecho que sienta que no puede acudir a mí. Elena lo miró con atención, pero no dijo nada.

Diego continuó. No sé cómo arreglar esto. No sé cómo ser el padre que ella necesita, pero quiero intentarlo. Elena asintió lentamente. Es un buen comienzo. Diego respiró hondo. Sobre el despido. Elena tensó los hombros. Diego. No lo digo por compasión, la interrumpió él. Lo digo porque me di cuenta de algo anoche.

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