Sonreí. Mi sonrisa era tranquila, serena, pero contenía tanta fuerza interior que podía romper un corazón endurecido. Dije con calma:
“¿Ya conoces a mi prometido?”.
Se hizo el silencio en la habitación. Ekaterina se quedó paralizada, con el rostro pálido y los labios temblorosos. Nadie esperaba semejante giro de los acontecimientos. Me giré y llamé a Maxim. Sus pasos eran seguros y tranquilos. Se acercó a mí, me tomó de la mano y sentí una calidez y una protección que eran más importantes que cualquier cosa en el mundo.
Maxim miró a Ekaterina con una sonrisa amable y dijo unas palabras que la silenciaron. Su atención estaba completamente centrada en mí. En ese momento, comprendí que los años de dolor, soledad y lágrimas habían valido la pena. Me sentía amada, valorada y feliz de nuevo.
Ekaterina comprendió que su intento de aparentar victoria había fracasado. Comprendió que la riqueza, los hombres y el estatus no son nada sin el amor verdadero en el corazón. Y sentí que la libertad, el amor y la felicidad son algo inalcanzable. Son algo que se crea en el interior, lenta pero seguramente, paso a paso.
Me susurré a mí misma: «He vencido. Soy fuerte. Soy libre». Y por primera vez en muchos años, mis ojos se llenaron de lágrimas, no de pena, sino de felicidad.
Maxim se acercó lentamente a mí. Su mirada era cálida, atenta, llena del cariño que tanto anhelaba. Se detuvo a mi lado, tomó mi mano y, en ese instante, sentí que años de dolor y soledad se desvanecían. Mi corazón latía más rápido, pero ya no por miedo ni ansiedad, sino por una serena alegría. Comprendí que por fin había vuelto a mí misma, a mi vida, a mi fuerza.