Me miró con fingida compasión y dijo: «Pobrecita, sigo sola a los 38 años… y tengo marido, dinero y conciencia de mí misma».
Las palabras sonaron como cuchillos, atravesándome el corazón. Pero solo sonreí. Era una sonrisa tranquila y serena, sin malicia ni resentimiento, solo la paz interior que da el tiempo y la comprensión del propio valor. Dije con calma: “¿Ya conoces a mi prometido?”.
Ekaterina se quedó paralizada. Su rostro palideció. No esperaba tal reacción. Un extraño silencio invadió la habitación, como si todos los presentes percibieran la tensión entre nosotros. Me giré para llamar a mi hombre, el que ella jamás podría robarme. Y en ese momento, su confianza pareció desmoronarse.
Maxim entró en la habitación con una leve sonrisa. Estaba a mi lado, tomándome de la mano como solo los hombres de verdad lo hacen: con suavidad, con confianza, con una sensación de completa seguridad. Ekaterina, al verlo a mi lado, no pudo ocultar su sorpresa. Se le atragantó la voz, abrió mucho los ojos, le temblaron los labios, y todo esto me pareció una pequeña, pero dulce, victoria.
Recordé los años que pasé sola, las lágrimas, las noches en las que parecía que el mundo se derrumbaba, y comprendí que todo había valido la pena. Porque ahora era fuerte, segura de mí misma, amada y feliz. Maxim estaba allí no porque fuera rico, sino porque me eligió a mí en lugar de a alguien que intentaba robarle la felicidad a otra persona.
Ekaterina se quedó sin palabras, porque se dio cuenta de que su intento de parecer victoriosa había fracasado. Comprendió que la felicidad no se compra con un anillo ni con dinero; solo se crea con alguien que te ama de verdad.
Me quedé allí, sintiendo la calidez de la mano de Maxim, y susurré para mí misma: «Lo logré. Gané. Y mi felicidad es real». En ese momento, comprendí que el pasado ya no tenía poder sobre mí. Era libre, y nadie podría arrebatarme mi alegría.