La víspera de la boda, todo estaba listo. Las familias se reunieron, los amigos llegaron con regalos y palabras cálidas. Eduardo le tomó la mano y le susurró: «Pronto todo será real… pero ya formas parte de mi vida». Estas palabras llenaron el corazón de Teresa de una alegría incontenible; una sonrisa inquebrantable le iluminó el rostro y sus ojos brillaron de alegría.
Y entonces, justo cuando parecía que el mundo se había detenido en perfecta armonía, ocurrió algo inesperado…
Llegó el día de la boda. Teresa se despertó al amanecer con un ligero temblor en el corazón. Los suaves rayos de sol inundaban su habitación, reflejándose en las lámparas de araña de cristal y jugando con las brillantes superficies de su vestido de novia. Todo a su alrededor parecía un cuento de hadas, y se permitió creer que la felicidad era realmente posible, que los sueños podían hacerse realidad.
Eduardo llegó primero. Su mirada estaba llena de ternura, pero también había una extraña aprensión en ella, como si intentara ocultar algo. Teresa, al notarlo, intentó sonreír, convencida de que solo se trataba del nerviosismo previo a la ceremonia.
La ceremonia tuvo lugar en un lujoso salón, decorado con cortinas doradas, luces brillantes y aroma a flores. Los invitados tomaron asiento, con sonrisas mezcladas con una ligera inquietud. Teresa caminó paso a paso hacia su futuro, sintiendo cómo cada mirada de Eduardo parecía fortalecerla en un mundo nuevo.
Cuando llegó el momento de intercambiar anillos, Eduardo sacó con cuidado la pequeña caja de terciopelo y, sosteniéndola en sus manos, dijo: «Teresa, este es un símbolo de mi corazón y mi promesa de estar a tu lado para siempre». Sintió un calor que le recorría el cuerpo y una ligera alegría le inundó el alma.
Pero en ese momento, algo extraño ocurrió. Eduardo retrocedió de repente, con la mano temblorosa, y comenzó a decir algo que Teresa no entendió al instante. Su sonrisa se transformó en ansiedad: su voz era tensa, sus ojos llenos de preocupación.