Tras su compromiso, la vida de Teresa se convirtió en un caleidoscopio de acontecimientos. Cada día traía nuevas impresiones y pequeñas alegrías. Eduardo se esforzaba por hacerla sentir parte de su mundo. La presentaba a familiares y amigos, la invitaba a cenas y veladas donde compartía historias de su infancia, sus éxitos y las divertidas travesuras de su juventud. Teresa escuchaba, encantada con la riqueza de los destinos humanos, y sentía que poco a poco empezaba a comprender esta nueva cultura, sus valores y costumbres.
Tomó clases de árabe, intentando dominar la escritura desconocida y la compleja pronunciación. Las primeras lecciones parecían casi imposibles: sonidos que no existían en su lengua materna, letras combinadas en formas inusuales; todo era a la vez intimidante y atractivo. Pero Teresa lo comprendió: para formar parte de un nuevo mundo, tenía que abrazarlo por completo, abrazar su espíritu.
Los paseos por las antiguas calles de Dubái eran especialmente conmovedores. Estrechos senderos de piedra, antiguos mercados perfumados con especias y fruta fresca, tranquilos patios con fuentes; todo parecía un cuento de hadas cobrando vida ante sus ojos. Compartió sus impresiones con Eduardo, rió con él, se maravilló con todo lo nuevo y disfrutó de los momentos sencillos en los que el tiempo parecía detenerse, dejando solo felicidad.
Los preparativos de la boda estaban en pleno apogeo. Teresa participó en cada ritual con gran entusiasmo. De particular importancia fue la noche de henna, una tradición impregnada de simbolismo y belleza. Las mujeres de ambas familias se reunieron en una habitación decorada con cojines de seda, donde las artesanas pintaron meticulosamente patrones de henna en las manos y los pies de la novia. Con cada línea y rizo, Teresa se sentía parte de esta familia, parte de una cultura tan extraña y a la vez tan atractiva.